SEMBLANZA DE DON HIPÓLITO YRIGOYEN

 

Recopilación de Esteban Crevari

Árbol genealógico por vía materna


Introducción

 

El presente trabajo es un extracto de la obra analítica y descriptiva de diversos autores que, habiendo contado con la posibilidad de disponer con fuentes cercanas a Hipólito Yrigoyen, hicieron posible elaborar sendas semblanzas del gran líder del radicalismo.

 

Desde este punto de vista, se lleva a cabo una selección prácticamente literal de dichos trabajos, entre los que se encuentran Manuel Gálvez, Félix Luna, ....... para difundir un aspecto lo más humanizado posible del perfil del hombre de carne y hueso, que con sus virtudes y limitaciones, constituye uno de los pilares básicos de la política argentina del siglo XX y del desarrollo y afianzamiento del ideario democrático nacional.

 

Para interpretar cabalmente su colosal obra, es preciso evitar erigir toda imagen que, como consecuencia del fanatismo, transforme a don Hipólito en un personaje propio una historia novelada.

 

Por el contrario, resulta necesario acceder a Yrigoyen y a sus circunstancias, fundamentalmente para comprenderlo a partir de lo que fueron las grandes limitaciones y dilemas con los que tuvo que enfrentarse a lo largo de toda su vida y cómo él obró en consecuencia.

 

Porque desde la dimensión estrictamente humana, tanto su lucha, como la entereza de su plano moral, o sus profundas convicciones, cobran un verdadero sentido y magnitud.

 

En la humanización de su figura, de este modo, surge la posibilidad de que su imagen se perciba como algo aprehensible, tanto para todo aquel que decida incursionar en ella con ojos de investigador, como para aquel interesado por la historia nacional, o bien, para todo correligionario que aún frente a los desafíos de la complejidad actual, reivindique al legado histórico de la Unión Cívica Radical como nutriente fundamental de la acción política.

 

En el patrimonio histórico colosal que el radicalismo posee a través de la acción y el ejemplo de sus hombres, se encuentra un bagaje fenomenal que oficia de auténtico modelo a seguir para el curso político del presente y de los tiempos que vendrán. Y como prueba de ello, basta citar la siguiente expresión de Horacio Oyhanarte: “Si fuéramos a definir en una fórmula al doctor Hipólito Yrigoyen, diríamos que es el máximun del talento, dentro del máximun del equilibrio mental. Ya sabemos lo difícil, lo providencial, que importa que se realice este dualismo, esta verdadera entelequia. Cuando ella aparece concretada en la frente de un hombre, ese hombre es un iluminado que lleva en sí el fuego que caldea y el freno que contiene, la vela hinchada del ideal y el timón que le orienta, es a la vez fuerza y serenidad, empuje y resistencia, terquedad gloriosa, empecinamiento magnífico, fuego y luz, lluvia y germen... Trabaja, sueña, piensa, vive, combate y guerrea por su patria, a la cual le dedica, sin limitaciones, desde la preocupación más leve hasta el insomnio más mortificante. Mira allá lejos donde el horizonte se esfuma en interrogaciones y avanza hacia allá en línea recta por sobre el dolor, por sobre los amigos caídos, por sobre su propia alma, que va quedando como en retazos jaloneando el camino. No es de estos tiempos, como nunca lo han sido los predestinados...”[1].

 

 

Lic. Esteban Luis Crevari

mayo de 2001

 

SEMBLANZA FÍSICA

 

Aspectos generales

 

Hombre de elevada estatura, de figura bien proporcionada y aún elegante. Cuello vigoroso, más bien corto que largo. Anchas espaldas, de hombros muy ligeramente levantados, contribuyen a la impresión de solidez y virilidad que produce el tronco y toda su figura. Piernas largas, de equilibrada relación con el busto y el hombre total. Brazos también largos. Complexión robusta y aún recia. Salud extraordinaria. No siente el frío. En su casa no hay calefacción; mientras sus visitantes, abrigados con sobretodos, se hielan en los raros días crueles, él anda de saco, cuyo cuello se levanta para defender un poco el pescuezo.

 

Si en lo espiritual Yrigoyen heredó cualidades netamente paternas, su tipo físico, en cambio, vínole por la línea de los Alem. En efecto, su madre –a quien se le parecía mucho- era de ascendencia criolla con alguna antigüedad en el país, lo que supone inevitables aportes de sangre indígena

 

Cuerpo y postura

 

Su cuerpo es ágil, pero no lo parece porque se mueve con lentitud, con cierta gravedad sencilla que no llega nunca a la solemnidad. No gesticula jamás. Sólo alza el brazo para calmar a los amigos que discuten o para mostrar la trascendencia de alguna frase que está diciendo. En esta sobriedad de gestos, como en otras cosas, es distinguido, con una distinción natural análoga a la del hombre de campo. Sus posturas no son nunca forzadas. La más frecuente, cuando está en pie o anda, consiste en llevar las manos en los bolsillos delanteros del pantalón. Esta postura, habitual en los que en aquella época eran ancianos, le da cierto aire anticuado a su figura. A veces coloca las dos manos a la espalda. Durante una época, habitúase a echarse agua de colonia en las manos y a frotárselas. Su relativa distinción no es incompatible con cierto dejo de los antiguos compadres que hay en él. Así, la galerita, que suele colocarse algo ladeada hacia una de las orejas o requintada en la frente. Se le cree descuidado en el vestir. Lejos de eso, cada año se hace varios trajes, que pronto, con poco uso, regala a los pobres. Pero son trajes a la moda de 1880: sacos largos, solapas chiquitas, chalecos excesivamente altos. Tampoco hace planchar sus trajes, según se ve por los pantalones acordeonados. Como los viejos años atrás, calza botines con elásticos. Viste siempre ropas oscuras, preferentemente negras. Lo hace, seguramente, porque lo cree de acuerdo con su espíritu reservado. Acaso también por austeridad, porque siente que en una sociedad materializada y sensualista las ropas oscuras constituyen una expresión de “no-conformismo” y tiene un sentido revolucionario. Y también por hábito y necesidad de conspirador, pues el conspirador no ha de vestirse llamativamente. Sólo en sus últimos años, cuando alivia su austeridad, viste ropas más claras.

 

Su rostro

 

Su rostro, de base cuadrada –energía y obstinación muy fuertes, carácter inflexible, ascetismo- tiene “forma de pera”, y así lo ven los dibujantes, Su cráneo en punta es el “cráneo místico” de los fisiognomistas. Color moreno. Elevada frente –idealismo, exaltación de espíritu, serenidad para juzgar desde lo alto-, cuya forma oval alargada muestra al soñador, al místico, a la imaginación que raramente se ejerce en el dominio de lo concreto. Frente inclinada, algo fuyente –impulsividad, impresionabilidad- y con dos entradas no muy profundas en la oscura cabellera que se peina hacia atrás. “Frente arquitectural de pastor griego” llamó Del Valle a Yrigoyen. Sienes abiertas. Mejillas llenas y amplias.

 

Atraen sus ojos. Ni grandes ni pequeños. Están algo adentrados y los párpados los encapotan un poco. Bajo las cejas largas y compactas, los ojos, un tanto estirados, le dan al rostro un vago aire aindiado, que proviene de su abuela. Lenta, calmosa, la mirada. Llega, sin ser impertinente, al fondo de las conciencias. De suavidad excepcional, vuélvese en ocasiones dura, áspera, conminatoria. En otras, adquiere una delicada melancolía. Momentos hay en que otros ojos, como los de la serpiente, parece que hipnotizan. En otros diríanse los de un icono. Se comprende que esta mirada afectuosa, llena de simpatías y promesas, atraiga a los hombres con admiraciones fanáticas y enamore a las mujeres con pasiones hasta la muerte. Su mirada de enojo es por sí sola un castigo: hunde al que recibe.

 

Su boca, ligeramente entrada, es de correcta anchura y de labios muy delgados, reveladores de valor, resignación, orden, exactitud, meticulosidad, discreción, disimulación, control de las pasiones, honradez y autoridad. Al lado izquierdo hay una expresión amarga. El bigote; corto y ralo y en ángulo abierto, acentúa lo que hay de indígena en su rostro semilampiño. Irá raleando cada vez más, mostrando mejor la inmovilidad de sus labios.

 

La nariz, en la rectitud de su perfil, indica una vida rectilínea, honradez, sinceridad cordial, generosidad. Su barbilla huesuda, redondeada en los ángulos, es la del hombre equilibrado y de voluntad fuerte, de paciencia, de clarividencia y de persuasiva dulzura.

 

Tiene este rostro, algo de enigmático, que reside en la inmovilidad de las facciones. Contradicción entre la mirada bondadosa, cautivadora, y la boca fría, imperturbable: inmóvil en el silencio y moviéndose apenas cuando habla. En este rostro, aparece, en ocasiones, un asomo de sonrisa.

 

Su personalidad

 

Produce impresión, no sólo de calma y serenidad patriarcales, sino de grandeza, de augustez. Crea en su entorno un respeto tan enorme que nadie se atreve a discutirle, ni a dudar de sus palabras, ni a pedirle que la explique, ni a exponer una opinión contraria a la suya. Cuando ordena sin claridad –caso frecuente- hay que interpretarlo; y así, malas acciones que le atribuyen son obra de sus intérpretes.

 

La autoridad de Yrigoyen no proviene del cargo que ocupa. Igual en el gobierno que en la oposición, esa autoridad enorme le viene de su absoluto control de sí mismo, que le permite dominar siempre la situación; de la unidad, la continuidad y la fuerza de sus convicciones; de la austeridad moral y de su serenidad perfecta; y del prestigio de su vida.

 

Controla su voz y sus palabras como controla todos sus actos. Sabe encantar como nadie. Personas que se le acercaron prevenidas, salieron para siempre conquistadas. Seduce a todos, y le basta proponérselo. El arte de fascinar parece ingénito en él. Entre amigos es un conversador admirable, a pesar de que el diálogo es excepcional en él. Sin embargo, sabe escuchar. Parece que escucha con todo su cuerpo. Pero jamás el menor gesto revelará la impresión que le causan las palabras de su interlocutor. Es cordialísimo con todos. Les pone diminutivos a sus fieles, y así los llama siempre. Pero, de pronto, el tono natural que usa con ellos se esfuma. ¿Qué pasa?. Es que acaba de entrar alguien ante quien desea aparecer sólo como el jefe del partido o como el presidente de la República. Entonces habla en un tono levantado, que no llega a lo declamatorio. Pero no emplea frases extravagantes, ni términos difíciles, como suele escribirlos: acaso porque es casi imposible improvisar cosas como aquella de las “simbolizaciones orgánicas”.

 

Habla muy bien. No lo ha hecho en público tal vez por temor de que le falte la voz o por timidez ente la multitud. Intercala en su conversación palabras desusadas o raras. No dice “traidor”, sino “felón”. No dice “taimado” o “astuto” sino “rodaballo”. A los periodistas los llama”los corresponsales”; y “caporales” a los jefes. No se toma “la libertad” de decir tal cosa, sino “la franquicia”. Para un argentino son idénticas las palabras “pillete”, “canalla”, “miserable” y “trompeta”. Pero para Yrigoyen no es lo mismo un “palangana” –término usadísimo en el siglo XIX, equivalente a “botarate”- que un “rodaballo”, o un “liviano” o un “cachafaz”. También es bastante criollo. Emplea el verbo “laderear”: “galoparle a alguien al costado”, adular. Y no es raro que incurra en expresiones cursis: “Si no doy al país todas las venturas, no es porque mi mente no irradie ideas, sino porque se oponen las pasiones y los intereses”.

 

Es sentencioso. A alguien que le insinúa la realización de cosas extraordinarias, le contesta: “No podemos hablar de caminos reales cuando ni huellas tenemos”. A un leal amigo, que le pregunta porqué se sirve, a veces, de correligionarios un tanto desprestigiados, le responde, pensando en las diversas materias de que se hacen los ranchos: “Amigo, cuando se quiere construir hay que utilizar hasta la bosta”. Jamás, ni entre sus íntimos, ha soltado un terno, ni la más inocente de las palabras sucias. No procede por cálculo ni por temor a desprestigiarse: sabe que Sarmiento, glorioso como pocos, fue el hombre peor hablado que hubo en este país; sino por dignidad, por pureza de espíritu y por delicadezas. Ni voces chabacanas emplea. Nadie le ha oído nunca uno de esos términos lunfardos que todos decimos alguna vez. Cuando utiliza una expresión harto familiar se le atribuye a otro. Refiriéndose a una persona poco avisada y que cree serlo mucho, comenta: “A ése las chicas se le van y las grandes se le escapan, como decía mi hermano Roque”. La palabra “tipo” le parece demasiado vulgar, y así la pone en boca de don Martín Yrigoyen: “En mi vida he visto al tipo, como dijo en cierta ocasión mi padre”.

 

No habla mal de nadie. Si juzga a alguien severamente, lo hace ante una o dos personas, en tono confidencial, y porque se trata de quien merece el peor calificativo. Realiza campañas políticas, organiza revoluciones y combate contra un sistema de gobierno que cree nefasto, sin pronunciar una palabra injuriosa o despreciativa para las personas de sus enemigos. Y en aquellos casos en que debe juzgar a alguien desfavorablemente, nunca emplea términos fuertes, limitándose a asegurar que el aludido es un “cachafaz” o un “surrapiento”.

 

A un caudillete de barrio que le pide explicaciones con cierta altanería, él, con un gesto de desdén, lo toca apenas en el pecho, a la altura del hombro, al tiempo que se aparta, mientras el sujeto queda silencioso y anonadado. Si tiene alguna queja, la expresa con gravedad, sin enojo, y dejando ver, por el tono de la voz, el perdón que hay en el fondo de sus palabras. Si encarga un trabajo a alguno de sus colaboradores y, al recibirlo y hojearlo, no le impresiona bien, dice que lo leerá con calma; y no vuelve a hablar más del asunto. No despide a sus visitantes, así se trate de un amigo o de un ferviente partidario. Cuando quiere terminar una vista –porque tiene que hacer, o está cansado, o no entiende el tema de que le hablan- suspende su paseo y sin que el interlocutor lo advierta, toca un timbre al que llaman “la chicharra”, que está escondido al borde de una mesa, y aparece el secretario con el anuncio de la llegada de cualquier personaje o con otro pretexto que obligue a terminar la entrevista.

 

Frente a un interlocutor

 

El que quiera conocerle ha de hacer pacientes gestiones. Todo el mundo habla de su sencillez, de su afabilidad, de su accesibilidad pero ¡son tantos los que anhelan llegar hasta él!. Es preciso esperar y, esta espera aumenta la emoción que da cierto carácter de misterio a la entrevista. El solicitante adquiere la convicción de que ver a Yrigoyen constituye una hazaña.

 

Ya está el visitante frente a Yrigoyen. Las largas esperas lo han puesto harto nervioso. Aquellos segundos que preceden al saludo le parecen interminables. Pero ya Yrigoyen le tiende la mano. La serenidad del gran hombre, su falta de prisa y de pose, encalman al visitante. Con lentitud, lo toma de un brazo, lo lleva al medio del salón y lo invita, con su propia acción, a deambular. Van y vienen muy despaciosamente. El visitante ha recuperado su tranquilidad. La distancia que le separaba del gran hombre ha desaparecido. Nadie ha poseído jamás, como Yrigoyen, el arte de suprimir distancias. En su presencia hasta el más humilde se encuentra cómodo. Yrigoyen no sólo procede así por bondad –por caridad mejor dicho- sino también porque quiere sondear a su interlocutor y averiguar lo que puede dar de sí; y sabe que nadie revela sus capacidades si está cohibido. Esta maestría en acercar al interlocutor le hace a Yrigoyen el hombre simpático por excelencia. Es uno de los pocos grandes hombres que se ha impuesto por la sola simpatía, por la seducción personal, pues lo demás se han impuesto por su genio, o por su audacia, o por su oratoria de frases eficaces, o por el arte de la intriga.

 

Tal como lo señalara Aníbal Álvarez, periodista entrerriano que conociera personalmente a don Hipólito, “cuando habla este ciudadano cuyo triunfo electoral marcará una época brillante en nuestra historia, lo hace sin afectación, y su palabra es agradable y acariciadora y la acompaña siempre de modales distinguidos y suaves, atrayendo su persona de una manera irresistible, la que se hace simpática en alto grado...”[2].

 

Salvo algún amigo de juventud, nadie se permite tutearlo. Muchos radicales de los que rodearon a Alem lo llaman Hipólito, cuando de él hablan, por haberle oído al caudillo decir así; pero jamás se le dirigen a él dándole su nombre. Aún para sus parientes, él es “el doctor Yrigoyen”.

 

Si el interlocutor da una opinión, que es también la de Yrigoyen, él no dirá “usted opina como yo”, o “estamos de acuerdo”, sino “yo pienso lo mismo que usted”. Si el visitante quiere justificar una actitud –siempre que no roce la ética- Yrigoyen le dice: “en su caso, yo habría hecho lo mismo”. Con estas frases, el gran seductor levanta a su visitante hasta su propia altura; y el hombre modesto y el hijo del pueblo quedan conquistados para siempre.

 

Para él sus opiniones son las mejores. Considera una insolencia toda oposición. Ni siquiera le gusta que le pidan explicaciones de sus frases. Si algún extraño no ha entendido algo y le ruega explicar, él no contesta. Y cuando a alguno de sus secretarios o colaboradores le dan el tema para un artículo o un trabajo, no le tolera que lo interrumpa.

 

Cuando habla de sí mismo tiene relación con la política: su lucha por el sufragio libre, sus renunciamientos a ciertos cargos públicos, sus sacrificios, sus “altas calidades”, su conocimiento de todas las instituciones políticas. Es muy raro oírle alfo, cuando habla de sí, que no signifique la exaltación de su persona. Tampoco dice “haré”, sino “haremos”. Y cuando alguien emplea la palabra “yrigoyenista”, él corrige: “radicales”.

 

Ternura para con las mujeres. Las hace hablar, las escucha, les pone apodos cariñosos, las llama “mi hijita”, les ruega que vuelvan pronto. A las que son intelectuales, les pregunta, al verlas otra vez, qué nuevo libro han leído. Fino y amable, suelen tener frases de graciosa adulación; así a una española que acaban de presentarle, tómale las manos, le dice que simpatiza grandemente con su patria y agrega: “Tiene usted en sus ojos, todos los soles de España”.

 

Si a los hombres les pone la mano en el hombro o en el brazo y les da golpecitos en la rodilla, a las mujeres las palmea, les toca los hombros y les toma las manos. Sin son jóvenes y bonitas, les hace dar unos pasos para juzgarla, buen conocedor como es.

 

Como vive

 

Su casa es de una austera pobreza. Muchos años hace que vive en la modestísima morada de la calle Brasil, la que será “la cueva” para sus enemigos y poco menos que un santuario para sus fieles. Es un edificio de un piso alto, sin estilo. Yrigoyen ocupa este piso con su hija y su secretaria. Las piezas corren junto a una galería, cerrada por vitrales. En el escritorio de Yrigoyen, que hizo pensar a alguien en una comisaría de campaña, hay pocos muebles bastante pobres: una mesa, varias sillas y un armario que contiene un centenar de libros.

 

Ni calefacción –salvo en los últimos tiempos- ni sillones cómodos. Los cuartos están iluminados por una bombilla de luz eléctrica que cuelga del techo, bajo un tulipán de vidrio esmerilado.

 

Como señala José María Ramos Mejía, su morada es más el lugar de penitencia de un fraile laico, que la mansión de un poderoso.

 

Lo eligen presidente y continúa en la misma casa. Hasta el mismo propietario va a verle personalmente, a ofrecerle una mansión en la calle Callao. Yrigoyen, después de oír amablemente las razones del casero, le contesta: “Me felicito de que haya venido, ya que aprovecharé esta circunstancia para pedirle una rebaja en el alquiler, pues la función pública me impedirá en lo sucesivo ocuparme de mis intereses”.

 

Se levanta a las seis de la mañana. Lección de esgrima, aún durante la segunda presidencia, cuanto tiene setenta y seis años, y una ducha fría. Escribe un par de horas. Recibe al director, o al redactor en jefe del diario oficial. En las postreras horas de la mañana llegan algunos de sus fieles, de los que componen su entorno, entre los que figura el joven zapatero italiano que vive enfrente y desempeña a su lado múltiples funciones, entre ellas las de emisario, introductor de visitantes, intermediario entre él y los pobres, secretario que no escribe, propagandista electoral y delegado ante la chamucina de los comités.

 

Yrigoyen almuerza con su hija y su secretaria, jamás con amigos. En la casa no se cocina. En la casa no se cocina. Yrigoyen se hace llevar la comida, en viandas, de un hotel de la avenida de Mayo, en el que ha almorzado durante años, antes de ser presidente. Come con buen apetito. Gusta de los platos fuertes, hasta en la proximidad de los ochente años. Bebe en cada comida –su único lujo- media botella de champaña; porque se lo exige su salud, no por sibaritismo. No duerme siesta. Presidente o no, dedica horas a sus largas conversaciones con amigos, correligionarios y visitantes, a quienes recibe de a uno. No toma nada a la tarde. Tampoco fuma. Se acuesta a las nueve y media de la noche.

 

Poseía una memoria napoleónica. Hombres y nombres no se le olvidaban jamás. Los favores y los servicios que se le prestaban, tenían infaliblemente recompensa.

 

Durante más de cincuenta años vive como un monje. Ni una vez ha ido a un teatro, a una fiesta, a un banquete, a un cinematógrafo, a una reunión de amigos. No ha viajado sino para ir al campo o al destierro. Como presidente, asiste, por deber, a algunas representaciones oficiales en el Teatro Colón, en las fiestas patrias; pero se marcha apenas terminado el primer acto. Es uno de los rarísimos hombres en el mundo que no ha visto a Carlos Chaplin. Ha renunciado a todo, salvo al amor de su pueblo y al amor de algunas mujeres. Su ascetismo impresiona. Esos cincuenta años sin diversiones, sin fiestas, sin viajes, sin placeres, dedicados a los que él cree “la salvación” de su pueblo, constituyen un caso único en nuestra tierra y tal vez en el mundo.

 

Como señala José María Ramos Mejía, en los tiempos de tregua, de larga tregua a veces, se entrega al trabajo activo con una serena ecuanimidad de campesino heroico; va y viene con una actividad febril, levanta una fortuna porque es hábil y afortunado. ¿Para entregarla a los placeres de un sensual sibaritismo?. No para arrojarla al horno del sacro molde soñado de la acción empenachada del motín reparador.

 

Pero, tal como lo expone Carlos Rodríguez Larreta, en los sucesos revolucionarios –como los de 1905-  Yrigoyen parecía otro. Era infatigable; conspiraba a todas horas; de día y de noche; cambiaba de sitio para celebrar sus misteriosas entrevistas; elegía uno u otro de los escritorios de sus amigos; en cierta época prefirió la casa de remates de Bullrich, porque tenía dos salidas; recurría a toda especie de ardides para burlar a la policía que lo siguió por años, a sol y a sombra; sólo él tenía todos los hilos de la trama y rara vez delegó en uno que otro algún fragmento de la tarea; con haberle detenido únicamente a él habría bastado para que un día toda la obra se viniese abajo; Ricchieri, el ministro de Guerra de Roca, cambiaba a menudo de regimiento a los oficiales sospechosos, mandándolos  a los regimientos más distantes, y él empezaba otra vez como una araña a la que le han roto un pedazo de su tela, y, pacientemente, la urdía de nuevo; era una consagración absoluta, una verdadera locura, puesto que con un poco de “buen sentido” habría desistido veinte veces de la empresa.

 

SEMBLANZA MORAL

 

La fortaleza de los principios de un hombre introvertido

 

Yrigoyen se rige por unos cuantos principios sin cambiar jamás. Donde predomina el materialismo, él es idealista y místico. En medio de millones de indiferentes, él tiene una fe y una pasión. Renuncia a todos los placeres de la vida en un pueblo de gozadores de la vida o que aspiran a serlo.

 

Es muy distinto a todos. Es un introvertido típico; vale decir: un hombre cuya energía psíquica se dirige hacia adentro, que vive más hacia adentro que hacia afuera. Introvertido casi absoluto, poco tiene del tipo opuesto, dado que la introversión consiste en el predominio, en un solo ser de los dos adversos caracteres.

 

En el mundo de sus ideas, Yrigoyen es audaz; véase la forma en que se expresa de los gobiernos. Esto es típico del introvertido, lo mismo que su temor cuando se trata de convertir en hechos las ideas.

 

Se preocupó mucho por capacitarse. Poseyó un rico bagaje en materia de lectura dentro de lo cual se destaca Platón, Aristóteles, San Agustín, Montesquieu, Rousseau, Bossuet, Fenelón y Emerson entre otros.

 

Sus más audaces resoluciones como presidente de la República, aún las que más desea poner en práctica, tardan meses en realizarse: así, la intervención a Buenos Aires.

 

Como todo introvertido, no es un hombre de acción. Su escasa acción es la propia del introvertido. Procede por medio de otros, sea cuando reorganiza el partido o cuando prepara algún movimiento revolucionario. Su acción, que consiste en convencer uno por uno a los hombres o explicarles sus órdenes, es una prolongación de su interioridad.

 

Obstinación: carácter típico del introvertido, según Jung. Nadie más obstinado que Yrigoyen, pero no lo es por puro capricho sino por fidelidad a sus principios. Ejemplo: el no querer retratarse a pesar de que tanto se lo piden y de no ignorar que su retrato es necesario para la propaganda del partido. No cede jamás a una idea ajena si está en contra de la suya; ni a un consejo, si lo permite.

 

Características del temperamento introvertido que posee Yrigoyen en alto grado: taciturnidad, convicción de que no le entienden; elevada estimación de sí mismo cuando se siente comprendido; dificultad expresiva, sobre todo de los sentimientos íntimos; afán excesivo de no llamar la atención.

 

Es un sentimental introvertido. Por esto habla poco y se muestra, a veces, como un melancólico. Se deja guiar “por su sentimiento subjetivamente orientado”, por lo cual “ sus verdaderos motivos permanecen por lo general incógnitos”.

 

La idea que de Yrigoyen se hacen sus enemigos, millares de personas indiferentes y aún muchos de sus partidarios es una errónea interpretación de la realidad. Yrigoyen nada tiene de oportunista, ni de aprovechador, ni de electoralista. Es al contrario un fanático de unos cuantos principios que constituyen la ley de su vida. Vive enclaustrado entre las paredes de esos principios.

 

Hombre de principios: eso ha sido y será toda su vida. Pero de pocos principios y siempre los mismos. No cambia jamás. Durante cincuenta años se viste de la misma manera, habla con iguales palabras y tiene idénticas ideas. Su idealismo, su optimismo, su creencia en la igualdad de los hombres no se modifican, ocurra en el mundo lo que ocurra. No hace cosa alguna sino obedeciendo a un principio. Así, el no retratarse.

 

Es también un intuitivo introvertido. El intuitivo introvertido es frecuentemente un soñador y un vidente místico. La intuición, cuanto más se ahonda, más aleja al individuo de la realidad y aun llega a convertirle, según Jung, “en un completo enigma, inclusive para los que le rodean”. Todo lo característico de este tipo lo tiene Yrigoyen.

 

Su “facultad maestra” es la voluntad. Sus voliciones son netas e intensas, aunque tarda en decidirse. Pone al servicios de sus resoluciones una obstinación poderosa. Lucha veinticinco años y no lo desaniman ni los fracasos, ni las traiciones, ni los abandonos.

 

La voluntad es para él la primera de las facultades; y el carácter la mayor virtud. No es intelectualista ni aprecia a los intelectuales. Tiene un sentido sentimental de la vida. Procede por principios, pero también por razones de sentimiento. En los conflictos entre ambos, se decide por los principios. Y si coinciden, su voluntad adquiere un invencible poder.

 

Nadie le ha visto airado ni irritado. Si algo que oye le disgusta, entorna los ojos y enmudece, lo que basta para que ninguno, entre sus interlocutores, insista en el tema que le ha disgustado. Su voluntad, sabiamente administrada, le lleva al dominio de los hombres. Mas disimula su dominación. Así, no se opone a un candidato ni lo impone: lo voltea con su silencio obstinado y lo elige con una alabanza o una inclinación de cabeza al oír su nombre. Raramente ordena con imperativa autoridad, y lo hace sólo con los que le tienen fidelidad. Si impone ciertas ideas, órdenes o candidatos, procede, previamente, recomendándoles habilidad. A un seguidor, mediante el cual quiere imponer un candidato a gobernador, le enseña: “No diga que quiero eso, sino que usted, por conocer íntimamente todos mis deseos e intenciones, está seguro de que lo quiero”.

 

Si desea el poder –y no parece evidente- lo desea sin concupiscencia, y sólo porque tiene el instinto del poder, porque esto está en el destino y porque la naturaleza de su psiquis le conduce a mandar. Quiere el poder para destruir al Régimen y “salvar a los pueblos”. No para el lujo, ni la buena vida, ni la ostentación.

 

Como señala Félix Luna, “La austeridad prócer de su gobierno recordaba el estilo de las primeras presidencias, aquellas de presidentes pobres y magros sueldos. No pasaron de mil pesos diarios, los gastos de representación de la residencia durante sus períodos. Dos coches viejos encontró a su servicio cuando llegó al gobierno, y en ellos anduvo sin comprar otros ni mandarlos a renovar... Ordenó durante sus dos períodos, en sendas órdenes, que se retiraran los retratos con su efigie que decoraban algunas oficinas públicos... El gobierno de Irigoyen fue austero, abierto, paternal. En los primeros días, como un nuevo gerente que se pone al tanto del mecanismo de la empresa que ha de administrar, dio en recorrer hospitales, depósitos de encausados, reparticiones administrativas, policiales y aduaneras y la propia Casa de Gobierno, a la hora de entradas a las oficinas. Solía ir con el senador Crotto a la hora de la siesta –ese caluroso noviembre de 1916- y aparecía inesperadamente en cualquier oficina preguntando, conociendo, inspeccionando. Daba un ejemplo de trabajo sin alharacas ni propaganda, pero llevando a la administración pública la sensación de que un celoso inspector de los intereses populares estaba vigilando al empleado remolón o al funcionario coimero...”[3]

 

Sus temores

 

El apetito del poder no es defecto en el hombre de poder. Los hombres de poder son grandes, precisamente, por su apetito de mando y de posesión que, empujándolos, les ha llevado a las cumbres. Yrigoyen desea, más que el poder material, el moral. Ser amado por el pueblo, por los pobres: eso es la gloria para él. Pero también –hombre de voluntad tenaz, de lucha-  ama la lucha por el poder si bien la lucha subrepticia, a media luz; del mismo modo que, más que el estallido revolucionario, le interesa el conspirar.

 

Su temperamento lo conduce a lo sinuoso, pero sin violar precepto moral alguno. Recurre a la astucia, al espionaje, y sin ser mentiroso, a la mentira caritativa o defensiva. Es un político de extraordinaria habilidad. Su política es la del opositor, el conspirador, el débil, porque no se puede ser un conspirador franco y abierto.

 

Permite que lo conozcan un poco, no del todo. Vive observando a sus amigos, estudiándolos, probándolos. Expresa dudas del ausente para ver la reacción del interlocutor y hacer deducciones de su lealtad o su deslealtad. Nadie tiene más arte para mantener las esperanzas ajenas. Por bondad, y por conveniencia, no niega al que pide o al que aspira. A un diputado y ex concejal, caudillejo semianalfabeto que le pide lo designe Intendente de Buenos Aires, “usted es el hombre” le dice. Pero agrega: “Espérese: ¿qué hago sin usted en la Cámara?”. O al Intendente le anuncia así que no lo reelegirá: “¡Feliz de usted que termina su período y puede retirarse a descansar!”.

 

Finge, a veces, no haber leído los diarios, para no tener que opinar o por hacer opinar a los otros. A fin de observar mejor a un interlocutor de cuidado, o por no contestar a una pregunta, se detiene en ciertos momentos pretextando un dolor de cabeza que no existe. No discute lealmente, pues, por hacer hablar a su interlocutor no dice lo que está pensando, en los casos en que consiente en discutir.

 

Para disminuir a un político de Buenos Aires, caudillo en cierto partido o departamento, hace nombrar ministro provincial a un abogado de la misma localidad, pero sin arrastre ni significación política.

 

Yrigoyen atrae por sus cualidades espirituales tanto como por su maestría en el arte de seducir a los hombres. La astucia es también resultado de la introversión. El extravertido se conduce en forma clara, mediante procedimientos objetivos y visibles. El introvertido, sobre todo si no posee verdadera fuerza, debe conducirse de manera disimulada y subterránea.

 

Centenares de manifestaciones se han detenido ante su morada sin que él asomara jamás a los balcones; y desde una casa de enfrente se han pronunciado discursos a montones sin que él saliera para oírlos: sólo se ha visto, a veces, detrás de las persianas, una misteriosa sombra. Sabe hacerse desear. Todos desean verlo porque es difícil verlo.

 

Cuando viaja nunca llega en el tren esperado: ha descendido en la estación anterior y ha entrado en la ciudad en automóvil. No procede así por temor a que un enemigo lo asesine, sino por estrategia, por afán de ocultarse, por gusto de los misterioso y también por huir de la multitud. Él sabe que el pueblo admira el misterio. Tal vez conoce la anécdota del médico parisiense que, sin clientela, se cambió de barrio y ejerció de curandero, enriqueciéndose.

 

No habla por teléfono con nadie ni tiene teléfono en su casa. Cuando, ya presidente, está en el campo ordena que en la estación ferroviaria próxima no haya coches a la llegada de los trenes, a fin de que nadie pueda interrumpir su soledad. No va a lugares en donde haya gente, ni a misa, a pesar de que en sus últimos años se dice católico.

 

Maestro en el arte de dominar. Busca la admiración, el respeto y la adhesión fanática. Por esto se vigila tanto. Si carece del talento de escribir, tiene el de saber callar, el de no mostrar sus ignorancias, defectos y debilidades. Es oscuro o claro en el hablar, según su conveniencia. Por táctica recurre al lenguaje arcano. Hace creer que todo lo sabe, que puede resolver todas las dificultades. Si a raíz de un cambio de opiniones con sus colaboradores toma una idea, distinta de la suya, de uno de ellos, la da como propia al día siguiente, sin mencionar al dueño y diciendo haber consultado con la almohada, “después del primer sueñito”. Adoptar una idea ajena le disminuiría en su infalibilidad.

 

Instrumento de su dominio es el espionaje. Hace espiar unos con otros a sus amigos. En parte lo hace por afán de conocimiento y de información, por saber quiénes son sus verdaderos fieles. En parte, también, por hábito de revolucionario profesional, que debe espiar a los amigos que vacilan, a los catequizados a medias, a los hombres del partido oficial, a las autoridades.

 

Pero si el espionaje le sirve para defenderse de los enemigos, también le sirve para dominar a sus amigos. En tiempos de Alem, y aún hasta mucho después, no hay reunión de radicales sin la presencia de algún desconocido, que nadie sabe como ha entrado y que es un espía de Yrigoyen. Por el espionaje conoce las ambiciones de algunos y se informa de candidaturas que le es preciso desbaratar antes de que prosperen.

 

La acción del político introvertido es la intriga, y la intriga necesita del espionaje. Yrigoyen emplea la intriga como jefe del partido; y siempre con buena intención: la de evitar una disidencia o una desviación de los principios. El espionaje es una defensa del débil. Yrigoyen, a pesar de su autoridad y su poder, no es psicológicamente un hombre fuerte.

 

La sensualidad de Yrigoyen es fina y alerta, pero sólo se impresiona por motivos morales. Yrigoyen es sensible a lo psicológico: una palabra insincera, una mirada que se esquiva, un gesto denunciador de pensamientos desleales.

 

En la perspicacia de Yrigoyen para conocer a los hombres intervienen la inteligencia, la intuición, la subconsciencia; pero más que nada su sensibilidad para lo humano.

 

Grande es también su sensibilidad para lo político. Sin salir de su casa conoce y prevé las variaciones del sentimiento colectivo. No conoce el país y sus hombres por observación directa sino por intuición. Él le dice a un amigo por observación directa sino por intuición. Él le dice a un amigo que su saber lo tiene más por intuición que por ilustración.

 

Inteligencia penetrante y comprensiva. Los técnicos se asombran de su facilidad para entender. Llega a hablar con acierto, sin estudios especiales, sobre materia económica, financiera, ferrocarrilera, agrícola, ganadera y militar. Su inteligencia se revela sobre todo en el tema político.

 

Posee en grado eminente la virtud de la generosidad. Es generoso de su dinero para con los pobres, los militares expatriados, y sus partidarios en desgracia. Llega hasta devolver un campo comprado a plazos, y del que está sacando buen provecho, por haberse enterado de que el ex propietario ha perdido su situación. Es generoso de sus consejos y de sus palabras. Es generoso con los desconocidos; una noche que llueve a cántaros, su coche se cruza en el campo con un hombre del mejor aspecto, que va a caballo, y, sin preguntarle su apellido, lo lleva a su casa y lo atiende; y con los enemigos; a uno de sus más virulentos le hace devolver las cátedras. Jamás se venga, y eso que es insultado y calumniado como nadie. Su venganza consiste en olvidar el nombre del ofensor: “el cachafaz aquel”, el que hizo esto o lo otro, “¿cómo es que se llama?”; y al oír su apellido, dice: “ese, ese mismo”, pero él no lo nombra.

 

Es optimista irreductible, así como idealista y desinteresado. Cree en la bondad humana, en la perfectibilidad de las instituciones, en la inmensidad de nuestras posibilidades. En su optimismo llega a ser iluso y lo reconoce. Nunca se le ve abatido.

 

Es leal y buen amigo, siempre que no estén en juego los intereses del partido o los del país. A un íntimo le reprocha: “Usted quiere ser político y habla de jugarse por un amigo; yo no tengo amigos”. Pierde amistades por haber derribado candidaturas. Pero él no se ha guiado por motivos personales. Solamente, que, como niega su intervención, no puede justificar sus motivos.

 

En sus ojos y en su voz suele haber una velada melancolía. Pero lo habitual en él es la impasibilidad. Nadie le ha oído una carcajada, ni un grito. Sonríe raramente, y lo hace siempre con dulzura. Tiene cierta gracia criolla. Cuando está con varios, suele preguntar al que entra: “¿Cómo va ese valor indiscutido, mi amigo?”. El recién llegado va a pavonearse cuando advierte que los demás se ríen. “¡Cosas del doctor!”, exclama. Ligeramente turbado. Este fondo humorístico que hay en él, se manifiesta en los apodos que pone a sus amigos: al joven italiano que fue lustrabotas y desempeña a su lado diversas funciones modestas, le llama “el jurisconsulto”. A un amigo, que se aparece con un estupendo sobretodo, lo hace pasar lentamente mientras él, con fingida seriedad elogia la prenda, hasta que la farsa termina dándole a su poseedor una cariñosa palmada en el hombro. A un amigo del campo, paisano de piernas chuecas –sin duda porque vive a caballo- y que apenas puede andar con su calzado pueblero, lo recibe con frase apropiadas, hablándole en su lenguaje semigaucho, y cuando se va, invita a sus acompañantes a verlo bajar por la escalera, ardua operación que resulta cómica para los espectadores.

 

No tiene pasiones, fuera de la política y el bien público. La armonía y el equilibrio de su espíritu no se las permiten. La política misma es, en él, más una vocación que una pasión. La pasión supone exaltación, y él procede siempre con serenidad. El ejercicio de la política es la ley de su vida. No concibe nada más importante que la política. Un íntimo, pero no radical, le dice que la política “es una porquería”: él se atornilla la sien con un dedo, indicando que su amigo no está en sus cabales. Si la política es en él una pasión, es una pasión contenida, ordenada, encauzada por largos años de ejercicio.

 

Es tímido, aunque con los años su timidez va desapareciendo. Prueba de su timidez es el no hablar en público, siendo así que lo hace muy bien ante varias personas. Esta timidez procede en parte de la introversión y en parte de humillaciones sufridas en la infancia ante las multitudes. No sólo por táctica se esconde, sino también porque no soporta el ser mirado y observado excesivamente.

 

Es desconfiado, a pesar de su optimismo. En cada amigo ve una posible deslealtad; y en cada expediente, un posible negocio. Esta desconfianza, hija de su introversión, le será fatal, casi tanto como otro de sus defectos: el autoritarismo. Se imponga por la admiración, y por procedimientos suaves, su autoritarismo no es menos real. Su carácter de creador y personificador del partido, la veneración que inspiran su desinterés y su patriotismo, le hacen más autoritario de lo que quisiera. Ni a sus ministros les consulta. Cree que él solo sabe hacer las cosas, que él lo sabe todo. Ese cierto autoritarismo, también procede de la introversión.

 

Lento para hablar, para vivir, para proceder, para gobernar. Derrocha horas conversando. Le cuesta decidirse, aún a lo que tiene más resuelto. Lo deja todo para el día siguiente, para mañana. Esa lentitud es una fuerza en algunos casos, dado que ha salvado al país de algunas calamidades.

 

No ignora el miedo, a pesar de su enorme valor moral. Pero miedo no es cobardía. Él domina su miedo, que es hijo se su introversión, del vivir dentro de sí, lejos del ajetreo del mundo exterior. Yrigoyen teme el encontrarse entre la multitud; teme al ridículo, al dolor y a la muerte.

 

Hay mucho en él del hombre a la antigua, no sólo en sus trajes y en sus ideas sobre las mujeres. Detesta ciertas formas novísimas del progreso material y mecánico: la aviación, por ejemplo. Aún el automóvil y el teléfono no son mirados por él con simpatía. Cree que el dinero no debe producir interés, y no lo cobra cuando vende a plazos algún campo o algún lote de animales.

 

 

Cronología[4]

 

1852

Batalla de Caseros. Caída de Juan Manuel de Rosas. El 13 de julio nace en Buenos Aires Hipólito Yrigoyen.

1853

Se dicta la Constitución Nacional. Buenos Aires se separa de la Confederación.

1854

El general Justo José de Urquiza, vencedor de Rosas en Caseros, es elegido como primer presidente constitucional de la Confederación.

1859

Buenos Aires y la Confederación se reunifican. Pacto de San José de Flores.

1860

Reforma de la Constitución. Santiago Derqui es el segundo presidente de la Confederación.

1861

Nueva separación de Buenos Aires. La batalla de Pavón sella el triunfo de Buenos Aires sobre la Confederación.

1862

Bartolomé Mitre, el vencedor de Pavón, es elegido presidente de la Nación Argentina.

1863

Muerte de Ángel Vicente “el Chacho” Peñaloza, caudillo riojano que se alzó en armas contra el proyecto porteño.

1865

Se inicia la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay de Solano López.

1867

Alzamiento de Felipe Varela en Catamarca.

1868

Domingo Faustino Sarmiento es elegido presidente de la Nación.

1870

Fin de la guerra con el Paraguay, tras su literal destrucción. Yrigoyen se inicia en la vida política en el Partido Autonomista de Adolfo Alsina a instancias de su tío Leandro N. Alem.

1871

Se aprueba el Código Civil, concebido sobre la base de la legislación francesa.

1872

Yrigoyen es nombrado comisario en Balvanera.

1874

Nicolás Avellaneda se convierte en presidente. Mitre, candidato perdedor, inicia un alzamiento que es sofocado.

1877

Alem e Yrigoyen apoyan la candidatura de Aristóbulo del Valle para gobernador. Se alejan del autonomismo y forman el Partido Republicano. Yrigoyen pierde su puesto de comisario.

1878

Yrigoyen es elegido diputado provincial.

1879

Se realiza la Campaña del Desierto. Al frente de las tropas está el ministro de guerra de Avellaneda, el general Julio A. Roca.

1880

Último enfrentamiento armado entre Buenos Aires y la Nación. Se inicia la primera presidencia de Julio A. Roca. Inicialmente Yrigoyen apoya a Roca y ocupa una banca de diputado nacional.

1881

Se establece un sistema monetario de alcance nacional, basado en la conversión a oro de la moneda nacional. Sarmiento nombra a Yrigoyen profesor en la Escuela Normal.

1882

Termina su período como legislador. Desilusionado por el rumbo que toma el gobierno de Roca, Yrigoyen se aleja de la política. Se inicia en las actividades agropecuarias, compra y arrienda campos.

1884

Se dicta la ley 1420 de Educación en el marco de un enfrentamiento entre católicos y liberales.

1886

El cordobés Miguel Juárez Celman se convierte en presidente con el apoyo de Roca y del Partido Autonomista Nacional.

1889

Se crea la Unión Cívica, coalición opositora al “régimen”.

1890

Revolución del Parque, organizada por la Unión Cívica. Yrigoyen integra la Junta Revolucionaria y es designado jefe de Policía del gobierno provisorio. Juárez Celman renuncia y es reemplazado por Carlos Pellegrini. Primer acto obrero en Buenos Aires con motivo del 1° de Mayo.

1891

Yrigoyen es elegido jefe del Comité Provincial de la Unión Cívica. Ésta se divide en la Unión Cívica Nacional y la Unión Cívica Radical.

1892

Luis Sáenz Peña llega a la Presidencia por maniobras políticas de Roca.

1893

Yrigoyen organiza y dirige la insurrección radical en la provincia de Buenos Aires. A pesar de ser sofocado por las autoridades, constituye un importante paso desde el punto de vista político. Apoya, pero no se compromete con el resto de los levantamientos radicales en el interior del país. Es notorio el enfrentamiento con su tío Leandro N. Alem.

1895

Renuncia del presidente Luis Sáenz Peña. Asume el vice, José Evaristo Uriburu.

1896

Juan B. Justo funda el Partido Socialista. Leandro N. Alem se suicida.

1897

Yrigoyen se instala en la casa de la calle Brasil. Rechaza la política de las “paralelas”. El radicalismo se disuelve. Duelo entre Yrigoyen y de la Torre.

1898

Julio a. Roca es presidente por segunda vez.

1901

Se establece el Servicio Militar Obligatorio, sistema de socialización compulsiva de las nuevas generaciones.

1902

Primera reforma electoral impulsada por Joaquín V. González. Se le encarga a Joaquín Bialet Massé una investigación sobre la situación de la clase trabajadora. Aprobación de la ley 4144 de Residencia, proyectada por Miguel Cané, fundamento jurídico de la represión contra trabajadores extranjeros considerados “agitadores”.

1903

Yrigoyen inicia la reconstrucción del radicalismo en todo el país.

1904

Una asamblea de “notables” decide que Manuel Quintana sea el nuevo presidente de los argentinos.

1905

Nueva insurrección radical. Yrigoyen es el jefe del radicalismo y la figura más importante de la oposición a nivel nacional. Pierde su cargo de profesor.

1906

Mueren Quintana y José Figueroa Alcorta asume la presidencia. La “maquinaria” roquista comienza a resquebrajarse. Yrigoyen se entrevista con Figueroa Alcorta.

1909

Polémica entre Yrigoyen y el dirigente radical cordobés Pedro Molina en torno de la naturaleza y del destino del radicalismo.

1910

Asume la presidencia Roque Sáenz Peña. Celebración del Centenario de la Revolución de Mayo, apoteosis del régimen oligárquico y del modelo agroexportador. El presidente le ofrece a la UCR integrar su gabinete. Yrigoyen se niega, exige una ley electoral que garantice el libre ejercicio de la soberanía popular.

1912

Se aprueba la ley Sáenz Peña, que establecía el voto secreto, universal y obligatorio para todo argentino de sexo masculino con base en el padrón militar. El radicalismo triunfa en las elecciones de gobernador en la provincia de Santa Fe.

1914

Asume la presidencia Victorino de La Plaza por la muerte de Roque Sáenz Peña. Se inicia la Primera Guerra Mundial.

1916

Triunfo del radicalismo en las elecciones presidenciales. Hipólito Yrigoyen llega al gobierno. Se cierra el período del Estado oligárquico y se inaugura un período de participación más ampliada.

1918

Reforma Universitaria. Se funda el Partido Socialista Internacional (comunista). Nuevo clima ideológico en el país, influenciado por la Revolución Rusa y la Revolución Mexicana.

1919

Semana Trágica. Obreros metalúrgicos son reprimidos. Las acciones policiales, militares y parapoliciales contra los trabajadores fueron acompañadas por otras de corte antisemita.

1921

Huelga general de la Patagonia y represión a cargo de tropas militares al mando del coronel Benigno Varela.

1922

Marcelo Torcuato de Alvear es elegido presidente a instancias de Hipólito Yrigoyen.

1924

La Unión Cívica Radical se escinde en personalistas (yrigoyenistas) y antipersonalistas. Alvear apoya a los segundos sin llegar a poner el aparato del Estado a su servicio.

1925

Yrigoyen realiza una gira por el interior del país tratando de reubicarse tras la fractura del partido.

1928

Es electo por segunda vez por el 60% del electorado. En segundo lugar quedaron Melo y Gallo, los candidatos de la fórmula “antipersonalista” con apoyo conservaodor.

1929

Crack de la Bolsa de Valores de Wall Street. Se inicia la crisis económica mundial, que repercute en la Argentina. Atentado contra Yrigoyen.

1930

El 6 de septiembre, tras una furiosa campaña de prensa, agitación callejera y activa conspiración cívico-militar, es derrocado Hipólito Yrigoyen. El general José Félix Uriburu asume la presidencia provisional e instala un régimen dictatorial. Yrigoyen es trasladado a la isla Martín García.

1931

Elecciones en la provincia de Buenos Aires, anuladas por el gobierno ante el triunfo de la Unión Cívica Radical. El gobierno convoca a elecciones para ese mismo año. Con el radicalismo proscripto, la “Concordancia” triunfa en las elecciones.

1932

Agustín P. Justo y Julio A. Roca (hijo) asumen como presidente y vice. Se inicia la restauración conservadora. Yrigoyen regresa a Buenos Aires.

1933

En enero se produce un intento revolucionario radical. Yrigoyen vuelve a ser detenido y trasladado a Martín García. En mayo se firma el pacto Roca-Runciman, que sanciona la dependencia económica de la Argentina respecto de Gran Bretaña. Hipólito Yrigoyen regresa a Buenos Aires. Muere el 3 de julio. Una multitud despide sus restos. Alvear queda al frente del radicalismo.

 

 

 

Bibliografía

 

GÁLVEZ, Manuel

 

LUNA, Félix

Hipólito Yrigoyen. Editorial Planeta. Buenos Aires. 1999.

LUNA, Félix

Yrigoyen. Hyspamérica. Buenos Aires. 1986.

SAITTA, Sylvia y ROMERO, Luis Alberto (comp.)

Grandes Entrevistas de la Historia Argentina. Editorial Aguilar. Buenos Aires. 1998.

VARIOS AUTORES

Yrigoyen vivo. Rasgos y modalidades de su personalidad. Editorial Librería del Jurista. Buenos Aires. 1983.

 

 

 

 



[1] OYHANARTE, Horacio B.: El Hombre. En “Yrigoyen vivo. Rasgos y modalidades de su personalidad”.

[2] ALVAREZ, ANÍBAL: Media hora con Hipólito Yrigoyen. En “Yrigoyen vivo. Rasgos y modalidades de su personalidad”.

[3] LUNA, Félix: Irigoyen. Pág. 263, 283,.284.

[4] LUNA, Félix: Hipólito Yrigoyen.