SEMBLANZA DE DON HIPÓLITO
YRIGOYEN
Recopilación de Esteban
Crevari
Árbol genealógico por
vía materna
Introducción
El presente trabajo es un
extracto de la obra analítica y descriptiva de diversos autores que, habiendo
contado con la posibilidad de disponer con fuentes cercanas a Hipólito Yrigoyen,
hicieron posible elaborar sendas semblanzas del gran líder del radicalismo.
Desde este punto de vista, se lleva a cabo una
selección prácticamente literal de dichos trabajos, entre los que se encuentran
Manuel Gálvez, Félix Luna, ....... para difundir un aspecto lo más humanizado
posible del perfil del hombre de carne y hueso, que con sus virtudes y
limitaciones, constituye uno de los pilares básicos de la política argentina del
siglo XX y del desarrollo y afianzamiento del ideario democrático nacional.
Para interpretar cabalmente su colosal obra, es
preciso evitar erigir toda imagen que, como consecuencia del fanatismo,
transforme a don Hipólito en un personaje propio una historia
novelada.
Por el contrario, resulta necesario acceder a
Yrigoyen y a sus circunstancias, fundamentalmente para comprenderlo a partir de
lo que fueron las grandes limitaciones y dilemas con los que tuvo que
enfrentarse a lo largo de toda su vida y cómo él obró en
consecuencia.
Porque desde la dimensión estrictamente humana, tanto
su lucha, como la entereza de su plano moral, o sus profundas convicciones,
cobran un verdadero sentido y magnitud.
En la humanización de su figura, de este modo, surge
la posibilidad de que su imagen se perciba como algo aprehensible, tanto para
todo aquel que decida incursionar en ella con ojos de investigador, como para
aquel interesado por la historia nacional, o bien, para todo correligionario que
aún frente a los desafíos de la complejidad actual, reivindique al legado
histórico de la Unión Cívica Radical como nutriente fundamental de la acción
política.
En el patrimonio histórico colosal que el radicalismo
posee a través de la acción y el ejemplo de sus hombres, se encuentra un bagaje
fenomenal que oficia de auténtico modelo a seguir para el curso político del
presente y de los tiempos que vendrán. Y como prueba de ello, basta citar la
siguiente expresión de Horacio Oyhanarte: “Si fuéramos a definir en una
fórmula al doctor Hipólito Yrigoyen, diríamos que es el máximun del talento,
dentro del máximun del equilibrio mental. Ya sabemos lo difícil, lo
providencial, que importa que se realice este dualismo, esta verdadera
entelequia. Cuando ella aparece concretada en la frente de un hombre, ese hombre
es un iluminado que lleva en sí el fuego que caldea y el freno que contiene, la
vela hinchada del ideal y el timón que le orienta, es a la vez fuerza y
serenidad, empuje y resistencia, terquedad gloriosa, empecinamiento magnífico,
fuego y luz, lluvia y germen... Trabaja, sueña, piensa, vive, combate y guerrea
por su patria, a la cual le dedica, sin limitaciones, desde la preocupación más
leve hasta el insomnio más mortificante. Mira allá lejos donde el horizonte se
esfuma en interrogaciones y avanza hacia allá en línea recta por sobre el dolor,
por sobre los amigos caídos, por sobre su propia alma, que va quedando como en
retazos jaloneando el camino. No es de estos tiempos, como nunca lo han sido los
predestinados...”[1].
mayo de 2001
SEMBLANZA FÍSICA
Hombre de elevada
estatura, de figura bien proporcionada y aún elegante. Cuello vigoroso, más bien
corto que largo. Anchas espaldas, de hombros muy ligeramente levantados,
contribuyen a la impresión de solidez y virilidad que produce el tronco y toda
su figura. Piernas largas, de equilibrada relación con el busto y el hombre
total. Brazos también largos. Complexión robusta y aún recia. Salud
extraordinaria. No siente el frío. En su casa no hay calefacción; mientras sus
visitantes, abrigados con sobretodos, se hielan en los raros días crueles, él
anda de saco, cuyo cuello se levanta para defender un poco el
pescuezo.
Si en lo espiritual
Yrigoyen heredó cualidades netamente paternas, su tipo físico, en cambio, vínole
por la línea de los Alem. En efecto, su madre –a quien se le parecía mucho- era
de ascendencia criolla con alguna antigüedad en el país, lo que supone
inevitables aportes de sangre indígena
Su cuerpo es ágil, pero no lo parece porque se mueve
con lentitud, con cierta gravedad sencilla que no llega nunca a la solemnidad.
No gesticula jamás. Sólo alza el brazo para calmar a los amigos que discuten o
para mostrar la trascendencia de alguna frase que está diciendo. En esta
sobriedad de gestos, como en otras cosas, es distinguido, con una distinción
natural análoga a la del hombre de campo. Sus posturas no son nunca forzadas. La
más frecuente, cuando está en pie o anda, consiste en llevar las manos en los
bolsillos delanteros del pantalón. Esta postura, habitual en los que en aquella
época eran ancianos, le da cierto aire anticuado a su figura. A veces coloca las
dos manos a la espalda. Durante una época, habitúase a echarse agua de colonia
en las manos y a frotárselas. Su relativa distinción no es incompatible con
cierto dejo de los antiguos compadres que hay en él. Así, la galerita, que suele
colocarse algo ladeada hacia una de las orejas o requintada en la frente. Se le
cree descuidado en el vestir. Lejos de eso, cada año se hace varios trajes, que
pronto, con poco uso, regala a los pobres. Pero son trajes a la moda de 1880:
sacos largos, solapas chiquitas, chalecos excesivamente altos. Tampoco hace
planchar sus trajes, según se ve por los pantalones acordeonados. Como los
viejos años atrás, calza botines con elásticos. Viste siempre ropas oscuras,
preferentemente negras. Lo hace, seguramente, porque lo cree de acuerdo con su
espíritu reservado. Acaso también por austeridad, porque siente que en una
sociedad materializada y sensualista las ropas oscuras constituyen una expresión
de “no-conformismo” y tiene un sentido revolucionario. Y también por hábito y
necesidad de conspirador, pues el conspirador no ha de vestirse llamativamente.
Sólo en sus últimos años, cuando alivia su austeridad, viste ropas más
claras.
Su rostro, de base cuadrada –energía y obstinación
muy fuertes, carácter inflexible, ascetismo- tiene “forma de pera”, y así lo ven
los dibujantes, Su cráneo en punta es el “cráneo místico” de los fisiognomistas.
Color moreno. Elevada frente –idealismo, exaltación de espíritu, serenidad para
juzgar desde lo alto-, cuya forma oval alargada muestra al soñador, al místico,
a la imaginación que raramente se ejerce en el dominio de lo concreto. Frente
inclinada, algo fuyente –impulsividad, impresionabilidad- y con dos entradas no
muy profundas en la oscura cabellera que se peina hacia atrás. “Frente
arquitectural de pastor griego” llamó Del Valle a Yrigoyen. Sienes abiertas.
Mejillas llenas y amplias.
Atraen sus ojos. Ni grandes ni pequeños. Están algo
adentrados y los párpados los encapotan un poco. Bajo las cejas largas y
compactas, los ojos, un tanto estirados, le dan al rostro un vago aire aindiado,
que proviene de su abuela. Lenta, calmosa, la mirada. Llega, sin ser
impertinente, al fondo de las conciencias. De suavidad excepcional, vuélvese en
ocasiones dura, áspera, conminatoria. En otras, adquiere una delicada
melancolía. Momentos hay en que otros ojos, como los de la serpiente, parece que
hipnotizan. En otros diríanse los de un icono. Se comprende que esta mirada
afectuosa, llena de simpatías y promesas, atraiga a los hombres con admiraciones
fanáticas y enamore a las mujeres con pasiones hasta la muerte. Su mirada de
enojo es por sí sola un castigo: hunde al que recibe.
Su boca, ligeramente entrada, es de correcta anchura
y de labios muy delgados, reveladores de valor, resignación, orden, exactitud,
meticulosidad, discreción, disimulación, control de las pasiones, honradez y
autoridad. Al lado izquierdo hay una expresión amarga. El bigote; corto y ralo y
en ángulo abierto, acentúa lo que hay de indígena en su rostro semilampiño. Irá
raleando cada vez más, mostrando mejor la inmovilidad de sus
labios.
La nariz, en la rectitud de su perfil, indica una
vida rectilínea, honradez, sinceridad cordial, generosidad. Su barbilla huesuda,
redondeada en los ángulos, es la del hombre equilibrado y de voluntad fuerte, de
paciencia, de clarividencia y de persuasiva dulzura.
Tiene este rostro, algo de enigmático, que reside en
la inmovilidad de las facciones. Contradicción entre la mirada bondadosa,
cautivadora, y la boca fría, imperturbable: inmóvil en el silencio y moviéndose
apenas cuando habla. En este rostro, aparece, en ocasiones, un asomo de
sonrisa.
Produce impresión, no sólo de calma y serenidad
patriarcales, sino de grandeza, de augustez. Crea en su entorno un respeto tan
enorme que nadie se atreve a discutirle, ni a dudar de sus palabras, ni a
pedirle que la explique, ni a exponer una opinión contraria a la suya. Cuando
ordena sin claridad –caso frecuente- hay que interpretarlo; y así, malas
acciones que le atribuyen son obra de sus intérpretes.
La autoridad de Yrigoyen no proviene del cargo que
ocupa. Igual en el gobierno que en la oposición, esa autoridad enorme le viene
de su absoluto control de sí mismo, que le permite dominar siempre la situación;
de la unidad, la continuidad y la fuerza de sus convicciones; de la austeridad
moral y de su serenidad perfecta; y del prestigio de su
vida.
Controla su voz y sus palabras como controla todos
sus actos. Sabe encantar como nadie. Personas que se le acercaron prevenidas,
salieron para siempre conquistadas. Seduce a todos, y le basta proponérselo. El
arte de fascinar parece ingénito en él. Entre amigos es un conversador
admirable, a pesar de que el diálogo es excepcional en él. Sin embargo, sabe
escuchar. Parece que escucha con todo su cuerpo. Pero jamás el menor gesto
revelará la impresión que le causan las palabras de su interlocutor. Es
cordialísimo con todos. Les pone diminutivos a sus fieles, y así los llama
siempre. Pero, de pronto, el tono natural que usa con ellos se esfuma. ¿Qué
pasa?. Es que acaba de entrar alguien ante quien desea aparecer sólo como el
jefe del partido o como el presidente de la República. Entonces habla en un tono
levantado, que no llega a lo declamatorio. Pero no emplea frases extravagantes,
ni términos difíciles, como suele escribirlos: acaso porque es casi imposible
improvisar cosas como aquella de las “simbolizaciones
orgánicas”.
Habla muy bien. No lo ha hecho en público tal vez por
temor de que le falte la voz o por timidez ente la multitud. Intercala en su
conversación palabras desusadas o raras. No dice “traidor”, sino “felón”. No
dice “taimado” o “astuto” sino “rodaballo”. A los periodistas los llama”los
corresponsales”; y “caporales” a los jefes. No se toma “la libertad” de decir
tal cosa, sino “la franquicia”. Para un argentino son idénticas las palabras
“pillete”, “canalla”, “miserable” y “trompeta”. Pero para Yrigoyen no es lo
mismo un “palangana” –término usadísimo en el siglo XIX, equivalente a
“botarate”- que un “rodaballo”, o un “liviano” o un “cachafaz”. También es
bastante criollo. Emplea el verbo “laderear”: “galoparle a alguien al costado”,
adular. Y no es raro que incurra en expresiones cursis: “Si no doy al país todas
las venturas, no es porque mi mente no irradie ideas, sino porque se oponen las
pasiones y los intereses”.
Es sentencioso. A alguien que le insinúa la
realización de cosas extraordinarias, le contesta: “No podemos hablar de caminos
reales cuando ni huellas tenemos”. A un leal amigo, que le pregunta porqué se
sirve, a veces, de correligionarios un tanto desprestigiados, le responde,
pensando en las diversas materias de que se hacen los ranchos: “Amigo, cuando se
quiere construir hay que utilizar hasta la bosta”. Jamás, ni entre sus íntimos,
ha soltado un terno, ni la más inocente de las palabras sucias. No procede por
cálculo ni por temor a desprestigiarse: sabe que Sarmiento, glorioso como pocos,
fue el hombre peor hablado que hubo en este país; sino por dignidad, por pureza
de espíritu y por delicadezas. Ni voces chabacanas emplea. Nadie le ha oído
nunca uno de esos términos lunfardos que todos decimos alguna vez. Cuando
utiliza una expresión harto familiar se le atribuye a otro. Refiriéndose a una
persona poco avisada y que cree serlo mucho, comenta: “A ése las chicas se le
van y las grandes se le escapan, como decía mi hermano Roque”. La palabra “tipo”
le parece demasiado vulgar, y así la pone en boca de don Martín Yrigoyen: “En mi
vida he visto al tipo, como dijo en cierta ocasión mi
padre”.
No habla mal de nadie. Si juzga a alguien
severamente, lo hace ante una o dos personas, en tono confidencial, y porque se
trata de quien merece el peor calificativo. Realiza campañas políticas, organiza
revoluciones y combate contra un sistema de gobierno que cree nefasto, sin
pronunciar una palabra injuriosa o despreciativa para las personas de sus
enemigos. Y en aquellos casos en que debe juzgar a alguien desfavorablemente,
nunca emplea términos fuertes, limitándose a asegurar que el aludido es un
“cachafaz” o un “surrapiento”.
A un caudillete de barrio que le pide explicaciones
con cierta altanería, él, con un gesto de desdén, lo toca apenas en el pecho, a
la altura del hombro, al tiempo que se aparta, mientras el sujeto queda
silencioso y anonadado. Si tiene alguna queja, la expresa con gravedad, sin
enojo, y dejando ver, por el tono de la voz, el perdón que hay en el fondo de
sus palabras. Si encarga un trabajo a alguno de sus colaboradores y, al
recibirlo y hojearlo, no le impresiona bien, dice que lo leerá con calma; y no
vuelve a hablar más del asunto. No despide a sus visitantes, así se trate de un
amigo o de un ferviente partidario. Cuando quiere terminar una vista –porque
tiene que hacer, o está cansado, o no entiende el tema de que le hablan-
suspende su paseo y sin que el interlocutor lo advierta, toca un timbre al que
llaman “la chicharra”, que está escondido al borde de una mesa, y aparece el
secretario con el anuncio de la llegada de cualquier personaje o con otro
pretexto que obligue a terminar la entrevista.
Frente a un interlocutor
El que quiera conocerle ha de hacer pacientes
gestiones. Todo el mundo habla de su sencillez, de su afabilidad, de su
accesibilidad pero ¡son tantos los que anhelan llegar hasta él!. Es preciso
esperar y, esta espera aumenta la emoción que da cierto carácter de misterio a
la entrevista. El solicitante adquiere la convicción de que ver a Yrigoyen
constituye una hazaña.
Ya está el visitante frente a Yrigoyen. Las largas
esperas lo han puesto harto nervioso. Aquellos segundos que preceden al saludo
le parecen interminables. Pero ya Yrigoyen le tiende la mano. La serenidad del
gran hombre, su falta de prisa y de pose, encalman al visitante. Con lentitud,
lo toma de un brazo, lo lleva al medio del salón y lo invita, con su propia
acción, a deambular. Van y vienen muy despaciosamente. El visitante ha
recuperado su tranquilidad. La distancia que le separaba del gran hombre ha
desaparecido. Nadie ha poseído jamás, como Yrigoyen, el arte de suprimir
distancias. En su presencia hasta el más humilde se encuentra cómodo. Yrigoyen
no sólo procede así por bondad –por caridad mejor dicho- sino también porque
quiere sondear a su interlocutor y averiguar lo que puede dar de sí; y sabe que
nadie revela sus capacidades si está cohibido. Esta maestría en acercar al
interlocutor le hace a Yrigoyen el hombre simpático por excelencia. Es uno de
los pocos grandes hombres que se ha impuesto por la sola simpatía, por la
seducción personal, pues lo demás se han impuesto por su genio, o por su
audacia, o por su oratoria de frases eficaces, o por el arte de la
intriga.
Tal como lo señalara Aníbal Álvarez, periodista
entrerriano que conociera personalmente a don Hipólito, “cuando habla este
ciudadano cuyo triunfo electoral marcará una época brillante en nuestra
historia, lo hace sin afectación, y su palabra es agradable y acariciadora y la
acompaña siempre de modales distinguidos y suaves, atrayendo su persona de una
manera irresistible, la que se hace simpática en alto grado...”[2].
Salvo algún amigo de juventud, nadie se permite
tutearlo. Muchos radicales de los que rodearon a Alem lo llaman Hipólito, cuando
de él hablan, por haberle oído al caudillo decir así; pero jamás se le dirigen a
él dándole su nombre. Aún para sus parientes, él es “el doctor Yrigoyen”.
Si el interlocutor da una opinión, que es también la
de Yrigoyen, él no dirá “usted opina como yo”, o “estamos de acuerdo”, sino “yo
pienso lo mismo que usted”. Si el visitante quiere justificar una actitud
–siempre que no roce la ética- Yrigoyen le dice: “en su caso, yo habría hecho lo
mismo”. Con estas frases, el gran seductor levanta a su visitante hasta su
propia altura; y el hombre modesto y el hijo del pueblo quedan conquistados para
siempre.
Para él sus opiniones son las mejores. Considera una
insolencia toda oposición. Ni siquiera le gusta que le pidan explicaciones de
sus frases. Si algún extraño no ha entendido algo y le ruega explicar, él no
contesta. Y cuando a alguno de sus secretarios o colaboradores le dan el tema
para un artículo o un trabajo, no le tolera que lo
interrumpa.
Cuando habla de sí mismo tiene relación con la
política: su lucha por el sufragio libre, sus renunciamientos a ciertos cargos
públicos, sus sacrificios, sus “altas calidades”, su conocimiento de todas las
instituciones políticas. Es muy raro oírle alfo, cuando habla de sí, que no
signifique la exaltación de su persona. Tampoco dice “haré”, sino “haremos”. Y
cuando alguien emplea la palabra “yrigoyenista”, él corrige:
“radicales”.
Ternura para con las mujeres. Las hace hablar, las
escucha, les pone apodos cariñosos, las llama “mi hijita”, les ruega que vuelvan
pronto. A las que son intelectuales, les pregunta, al verlas otra vez, qué nuevo
libro han leído. Fino y amable, suelen tener frases de graciosa adulación; así a
una española que acaban de presentarle, tómale las manos, le dice que simpatiza
grandemente con su patria y agrega: “Tiene usted en sus ojos, todos los soles de
España”.
Si a los hombres les pone la mano en el hombro o en
el brazo y les da golpecitos en la rodilla, a las mujeres las palmea, les toca
los hombros y les toma las manos. Sin son jóvenes y bonitas, les hace dar unos
pasos para juzgarla, buen conocedor como es.
Como vive
Su casa es de una austera pobreza. Muchos años hace
que vive en la modestísima morada de la calle Brasil, la que será “la cueva”
para sus enemigos y poco menos que un santuario para sus fieles. Es un edificio
de un piso alto, sin estilo. Yrigoyen ocupa este piso con su hija y su
secretaria. Las piezas corren junto a una galería, cerrada por vitrales. En el
escritorio de Yrigoyen, que hizo pensar a alguien en una comisaría de campaña,
hay pocos muebles bastante pobres: una mesa, varias sillas y un armario que
contiene un centenar de libros.
Ni calefacción –salvo en los últimos tiempos- ni
sillones cómodos. Los cuartos están iluminados por una bombilla de luz eléctrica
que cuelga del techo, bajo un tulipán de vidrio
esmerilado.
Como señala José María Ramos Mejía, su morada es más
el lugar de penitencia de un fraile laico, que la mansión de un
poderoso.
Lo eligen presidente y continúa en la misma casa.
Hasta el mismo propietario va a verle personalmente, a ofrecerle una mansión en
la calle Callao. Yrigoyen, después de oír amablemente las razones del casero, le
contesta: “Me felicito de que haya venido, ya que aprovecharé esta circunstancia
para pedirle una rebaja en el alquiler, pues la función pública me impedirá en
lo sucesivo ocuparme de mis intereses”.
Se levanta a las seis de la mañana. Lección de
esgrima, aún durante la segunda presidencia, cuanto tiene setenta y seis años, y
una ducha fría. Escribe un par de horas. Recibe al director, o al redactor en
jefe del diario oficial. En las postreras horas de la mañana llegan algunos de
sus fieles, de los que componen su entorno, entre los que figura el joven
zapatero italiano que vive enfrente y desempeña a su lado múltiples funciones,
entre ellas las de emisario, introductor de visitantes, intermediario entre él y
los pobres, secretario que no escribe, propagandista electoral y delegado ante
la chamucina de los comités.
Yrigoyen almuerza con su hija y su secretaria, jamás
con amigos. En la casa no se cocina. En la casa no se cocina. Yrigoyen se hace
llevar la comida, en viandas, de un hotel de la avenida de Mayo, en el que ha
almorzado durante años, antes de ser presidente. Come con buen apetito. Gusta de
los platos fuertes, hasta en la proximidad de los ochente años. Bebe en cada
comida –su único lujo- media botella de champaña; porque se lo exige su salud,
no por sibaritismo. No duerme siesta. Presidente o no, dedica horas a sus largas
conversaciones con amigos, correligionarios y visitantes, a quienes recibe de a
uno. No toma nada a la tarde. Tampoco fuma. Se acuesta a las nueve y media de la
noche.
Poseía una memoria napoleónica. Hombres y nombres no
se le olvidaban jamás. Los favores y los servicios que se le prestaban, tenían
infaliblemente recompensa.
Durante más de cincuenta años vive como un monje. Ni
una vez ha ido a un teatro, a una fiesta, a un banquete, a un cinematógrafo, a
una reunión de amigos. No ha viajado sino para ir al campo o al destierro. Como
presidente, asiste, por deber, a algunas representaciones oficiales en el Teatro
Colón, en las fiestas patrias; pero se marcha apenas terminado el primer acto.
Es uno de los rarísimos hombres en el mundo que no ha visto a Carlos Chaplin. Ha
renunciado a todo, salvo al amor de su pueblo y al amor de algunas mujeres. Su
ascetismo impresiona. Esos cincuenta años sin diversiones, sin fiestas, sin
viajes, sin placeres, dedicados a los que él cree “la salvación” de su pueblo,
constituyen un caso único en nuestra tierra y tal vez en el
mundo.
Como señala José María Ramos Mejía, en los tiempos de
tregua, de larga tregua a veces, se entrega al trabajo activo con una serena
ecuanimidad de campesino heroico; va y viene con una actividad febril, levanta
una fortuna porque es hábil y afortunado. ¿Para entregarla a los placeres de un
sensual sibaritismo?. No para arrojarla al horno del sacro molde soñado de la
acción empenachada del motín reparador.
Pero, tal como lo expone Carlos Rodríguez Larreta, en
los sucesos revolucionarios –como los de 1905- Yrigoyen parecía otro. Era infatigable;
conspiraba a todas horas; de día y de noche; cambiaba de sitio para celebrar sus
misteriosas entrevistas; elegía uno u otro de los escritorios de sus amigos; en
cierta época prefirió la casa de remates de Bullrich, porque tenía dos salidas;
recurría a toda especie de ardides para burlar a la policía que lo siguió por
años, a sol y a sombra; sólo él tenía todos los hilos de la trama y rara vez
delegó en uno que otro algún fragmento de la tarea; con haberle detenido
únicamente a él habría bastado para que un día toda la obra se viniese abajo;
Ricchieri, el ministro de Guerra de Roca, cambiaba a menudo de regimiento a los
oficiales sospechosos, mandándolos
a los regimientos más distantes, y él empezaba otra vez como una araña a
la que le han roto un pedazo de su tela, y, pacientemente, la urdía de nuevo;
era una consagración absoluta, una verdadera locura, puesto que con un poco de
“buen sentido” habría desistido veinte veces de la
empresa.
SEMBLANZA MORAL
Yrigoyen se rige por unos cuantos principios sin
cambiar jamás. Donde predomina el materialismo, él es idealista y místico. En
medio de millones de indiferentes, él tiene una fe y una pasión. Renuncia a
todos los placeres de la vida en un pueblo de gozadores de la vida o que aspiran
a serlo.
Es muy distinto a todos. Es un introvertido típico;
vale decir: un hombre cuya energía psíquica se dirige hacia adentro, que vive
más hacia adentro que hacia afuera. Introvertido casi absoluto, poco tiene del
tipo opuesto, dado que la introversión consiste en el predominio, en un solo ser
de los dos adversos caracteres.
En el mundo de sus ideas, Yrigoyen es audaz; véase la
forma en que se expresa de los gobiernos. Esto es típico del introvertido, lo
mismo que su temor cuando se trata de convertir en hechos las
ideas.
Se preocupó mucho por capacitarse. Poseyó un rico
bagaje en materia de lectura dentro de lo cual se destaca Platón, Aristóteles,
San Agustín, Montesquieu, Rousseau, Bossuet, Fenelón y Emerson entre
otros.
Sus más audaces resoluciones como presidente de la
República, aún las que más desea poner en práctica, tardan meses en realizarse:
así, la intervención a Buenos Aires.
Como todo introvertido, no es un hombre de acción. Su
escasa acción es la propia del introvertido. Procede por medio de otros, sea
cuando reorganiza el partido o cuando prepara algún movimiento revolucionario.
Su acción, que consiste en convencer uno por uno a los hombres o explicarles sus
órdenes, es una prolongación de su interioridad.
Obstinación: carácter típico del introvertido, según
Jung. Nadie más obstinado que Yrigoyen, pero no lo es por puro capricho sino por
fidelidad a sus principios. Ejemplo: el no querer retratarse a pesar de que
tanto se lo piden y de no ignorar que su retrato es necesario para la propaganda
del partido. No cede jamás a una idea ajena si está en contra de la suya; ni a
un consejo, si lo permite.
Características del temperamento introvertido que
posee Yrigoyen en alto grado: taciturnidad, convicción de que no le entienden;
elevada estimación de sí mismo cuando se siente comprendido; dificultad
expresiva, sobre todo de los sentimientos íntimos; afán excesivo de no llamar la
atención.
Es un sentimental introvertido. Por esto habla poco y
se muestra, a veces, como un melancólico. Se deja guiar “por su sentimiento
subjetivamente orientado”, por lo cual “ sus verdaderos motivos permanecen por
lo general incógnitos”.
La idea que de Yrigoyen se hacen sus enemigos,
millares de personas indiferentes y aún muchos de sus partidarios es una errónea
interpretación de la realidad. Yrigoyen nada tiene de oportunista, ni de
aprovechador, ni de electoralista. Es al contrario un fanático de unos cuantos
principios que constituyen la ley de su vida. Vive enclaustrado entre las
paredes de esos principios.
Hombre de principios: eso ha sido y será toda su
vida. Pero de pocos principios y siempre los mismos. No cambia jamás. Durante
cincuenta años se viste de la misma manera, habla con iguales palabras y tiene
idénticas ideas. Su idealismo, su optimismo, su creencia en la igualdad de los
hombres no se modifican, ocurra en el mundo lo que ocurra. No hace cosa alguna
sino obedeciendo a un principio. Así, el no retratarse.
Es también un intuitivo introvertido. El intuitivo
introvertido es frecuentemente un soñador y un vidente místico. La intuición,
cuanto más se ahonda, más aleja al individuo de la realidad y aun llega a
convertirle, según Jung, “en un completo enigma, inclusive para los que le
rodean”. Todo lo característico de este tipo lo tiene Yrigoyen.
Su “facultad maestra” es la voluntad. Sus voliciones
son netas e intensas, aunque tarda en decidirse. Pone al servicios de sus
resoluciones una obstinación poderosa. Lucha veinticinco años y no lo desaniman
ni los fracasos, ni las traiciones, ni los abandonos.
La voluntad es para él la primera de las facultades;
y el carácter la mayor virtud. No es intelectualista ni aprecia a los
intelectuales. Tiene un sentido sentimental de la vida. Procede por principios,
pero también por razones de sentimiento. En los conflictos entre ambos, se
decide por los principios. Y si coinciden, su voluntad adquiere un invencible
poder.
Nadie le ha visto airado ni irritado. Si algo que oye
le disgusta, entorna los ojos y enmudece, lo que basta para que ninguno, entre
sus interlocutores, insista en el tema que le ha disgustado. Su voluntad,
sabiamente administrada, le lleva al dominio de los hombres. Mas disimula su
dominación. Así, no se opone a un candidato ni lo impone: lo voltea con su
silencio obstinado y lo elige con una alabanza o una inclinación de cabeza al
oír su nombre. Raramente ordena con imperativa autoridad, y lo hace sólo con los
que le tienen fidelidad. Si impone ciertas ideas, órdenes o candidatos, procede,
previamente, recomendándoles habilidad. A un seguidor, mediante el cual quiere
imponer un candidato a gobernador, le enseña: “No diga que quiero eso, sino que
usted, por conocer íntimamente todos mis deseos e intenciones, está seguro de
que lo quiero”.
Si desea el poder –y no parece evidente- lo desea sin
concupiscencia, y sólo porque tiene el instinto del poder, porque esto está en
el destino y porque la naturaleza de su psiquis le conduce a mandar. Quiere el
poder para destruir al Régimen y “salvar a los pueblos”. No para el lujo, ni la
buena vida, ni la ostentación.
Como señala Félix Luna, “La austeridad prócer de
su gobierno recordaba el estilo de las primeras presidencias, aquellas de
presidentes pobres y magros sueldos. No pasaron de mil pesos diarios, los gastos
de representación de la residencia durante sus períodos. Dos coches viejos
encontró a su servicio cuando llegó al gobierno, y en ellos anduvo sin comprar
otros ni mandarlos a renovar... Ordenó durante sus dos períodos, en sendas
órdenes, que se retiraran los retratos con su efigie que decoraban algunas
oficinas públicos... El gobierno de Irigoyen fue austero, abierto, paternal. En
los primeros días, como un nuevo gerente que se pone al tanto del mecanismo de
la empresa que ha de administrar, dio en recorrer hospitales, depósitos de
encausados, reparticiones administrativas, policiales y aduaneras y la propia
Casa de Gobierno, a la hora de entradas a las oficinas. Solía ir con el senador
Crotto a la hora de la siesta –ese caluroso noviembre de 1916- y aparecía
inesperadamente en cualquier oficina preguntando, conociendo, inspeccionando.
Daba un ejemplo de trabajo sin alharacas ni propaganda, pero llevando a la
administración pública la sensación de que un celoso inspector de los intereses
populares estaba vigilando al empleado remolón o al funcionario coimero...”[3]
El apetito del poder no es defecto en el hombre de
poder. Los hombres de poder son grandes, precisamente, por su apetito de mando y
de posesión que, empujándolos, les ha llevado a las cumbres. Yrigoyen desea, más
que el poder material, el moral. Ser amado por el pueblo, por los pobres: eso es
la gloria para él. Pero también –hombre de voluntad tenaz, de lucha- ama la lucha por el poder si bien la
lucha subrepticia, a media luz; del mismo modo que, más que el estallido
revolucionario, le interesa el conspirar.
Su temperamento lo conduce a lo sinuoso, pero sin
violar precepto moral alguno. Recurre a la astucia, al espionaje, y sin ser
mentiroso, a la mentira caritativa o defensiva. Es un político de extraordinaria
habilidad. Su política es la del opositor, el conspirador, el débil, porque no
se puede ser un conspirador franco y abierto.
Permite que lo conozcan un poco, no del todo. Vive
observando a sus amigos, estudiándolos, probándolos. Expresa dudas del ausente
para ver la reacción del interlocutor y hacer deducciones de su lealtad o su
deslealtad. Nadie tiene más arte para mantener las esperanzas ajenas. Por
bondad, y por conveniencia, no niega al que pide o al que aspira. A un diputado
y ex concejal, caudillejo semianalfabeto que le pide lo designe Intendente de
Buenos Aires, “usted es el hombre” le dice. Pero agrega: “Espérese: ¿qué hago
sin usted en la Cámara?”. O al Intendente le anuncia así que no lo reelegirá:
“¡Feliz de usted que termina su período y puede retirarse a
descansar!”.
Finge, a veces, no haber leído los diarios, para no
tener que opinar o por hacer opinar a los otros. A fin de observar mejor a un
interlocutor de cuidado, o por no contestar a una pregunta, se detiene en
ciertos momentos pretextando un dolor de cabeza que no existe. No discute
lealmente, pues, por hacer hablar a su interlocutor no dice lo que está
pensando, en los casos en que consiente en discutir.
Para disminuir a un político de Buenos Aires,
caudillo en cierto partido o departamento, hace nombrar ministro provincial a un
abogado de la misma localidad, pero sin arrastre ni significación política.
Yrigoyen atrae por sus cualidades espirituales tanto
como por su maestría en el arte de seducir a los hombres. La astucia es también
resultado de la introversión. El extravertido se conduce en forma clara,
mediante procedimientos objetivos y visibles. El introvertido, sobre todo si no
posee verdadera fuerza, debe conducirse de manera disimulada y
subterránea.
Centenares de manifestaciones se han detenido ante su
morada sin que él asomara jamás a los balcones; y desde una casa de enfrente se
han pronunciado discursos a montones sin que él saliera para oírlos: sólo se ha
visto, a veces, detrás de las persianas, una misteriosa sombra. Sabe hacerse
desear. Todos desean verlo porque es difícil verlo.
Cuando viaja nunca llega en el tren esperado: ha
descendido en la estación anterior y ha entrado en la ciudad en automóvil. No
procede así por temor a que un enemigo lo asesine, sino por estrategia, por afán
de ocultarse, por gusto de los misterioso y también por huir de la multitud. Él
sabe que el pueblo admira el misterio. Tal vez conoce la anécdota del médico
parisiense que, sin clientela, se cambió de barrio y ejerció de curandero,
enriqueciéndose.
No habla por teléfono con nadie ni tiene teléfono en
su casa. Cuando, ya presidente, está en el campo ordena que en la estación
ferroviaria próxima no haya coches a la llegada de los trenes, a fin de que
nadie pueda interrumpir su soledad. No va a lugares en donde haya gente, ni a
misa, a pesar de que en sus últimos años se dice católico.
Maestro en el arte de dominar. Busca la admiración,
el respeto y la adhesión fanática. Por esto se vigila tanto. Si carece del
talento de escribir, tiene el de saber callar, el de no mostrar sus ignorancias,
defectos y debilidades. Es oscuro o claro en el hablar, según su conveniencia.
Por táctica recurre al lenguaje arcano. Hace creer que todo lo sabe, que puede
resolver todas las dificultades. Si a raíz de un cambio de opiniones con sus
colaboradores toma una idea, distinta de la suya, de uno de ellos, la da como
propia al día siguiente, sin mencionar al dueño y diciendo haber consultado con
la almohada, “después del primer sueñito”. Adoptar una idea ajena le disminuiría
en su infalibilidad.
Instrumento de su dominio es el espionaje. Hace
espiar unos con otros a sus amigos. En parte lo hace por afán de conocimiento y
de información, por saber quiénes son sus verdaderos fieles. En parte, también,
por hábito de revolucionario profesional, que debe espiar a los amigos que
vacilan, a los catequizados a medias, a los hombres del partido oficial, a las
autoridades.
Pero si el espionaje le sirve para defenderse de los
enemigos, también le sirve para dominar a sus amigos. En tiempos de Alem, y aún
hasta mucho después, no hay reunión de radicales sin la presencia de algún
desconocido, que nadie sabe como ha entrado y que es un espía de Yrigoyen. Por
el espionaje conoce las ambiciones de algunos y se informa de candidaturas que
le es preciso desbaratar antes de que prosperen.
La acción del político introvertido es la intriga, y
la intriga necesita del espionaje. Yrigoyen emplea la intriga como jefe del
partido; y siempre con buena intención: la de evitar una disidencia o una
desviación de los principios. El espionaje es una defensa del débil. Yrigoyen, a
pesar de su autoridad y su poder, no es psicológicamente un hombre
fuerte.
La sensualidad de Yrigoyen es fina y alerta, pero
sólo se impresiona por motivos morales. Yrigoyen es sensible a lo psicológico:
una palabra insincera, una mirada que se esquiva, un gesto denunciador de
pensamientos desleales.
En la perspicacia de Yrigoyen para conocer a los
hombres intervienen la inteligencia, la intuición, la subconsciencia; pero más
que nada su sensibilidad para lo humano.
Grande es también su sensibilidad para lo político.
Sin salir de su casa conoce y prevé las variaciones del sentimiento colectivo.
No conoce el país y sus hombres por observación directa sino por intuición. Él
le dice a un amigo por observación directa sino por intuición. Él le dice a un
amigo que su saber lo tiene más por intuición que por
ilustración.
Inteligencia penetrante y comprensiva. Los técnicos
se asombran de su facilidad para entender. Llega a hablar con acierto, sin
estudios especiales, sobre materia económica, financiera, ferrocarrilera,
agrícola, ganadera y militar. Su inteligencia se revela sobre todo en el tema
político.
Posee en grado eminente la virtud de la generosidad.
Es generoso de su dinero para con los pobres, los militares expatriados, y sus
partidarios en desgracia. Llega hasta devolver un campo comprado a plazos, y del
que está sacando buen provecho, por haberse enterado de que el ex propietario ha
perdido su situación. Es generoso de sus consejos y de sus palabras. Es generoso
con los desconocidos; una noche que llueve a cántaros, su coche se cruza en el
campo con un hombre del mejor aspecto, que va a caballo, y, sin preguntarle su
apellido, lo lleva a su casa y lo atiende; y con los enemigos; a uno de sus más
virulentos le hace devolver las cátedras. Jamás se venga, y eso que es insultado
y calumniado como nadie. Su venganza consiste en olvidar el nombre del ofensor:
“el cachafaz aquel”, el que hizo esto o lo otro, “¿cómo es que se llama?”; y al
oír su apellido, dice: “ese, ese mismo”, pero él no lo
nombra.
Es optimista irreductible, así como idealista y
desinteresado. Cree en la bondad humana, en la perfectibilidad de las
instituciones, en la inmensidad de nuestras posibilidades. En su optimismo llega
a ser iluso y lo reconoce. Nunca se le ve abatido.
Es leal y buen amigo, siempre que no estén en juego
los intereses del partido o los del país. A un íntimo le reprocha: “Usted quiere
ser político y habla de jugarse por un amigo; yo no tengo amigos”. Pierde
amistades por haber derribado candidaturas. Pero él no se ha guiado por motivos
personales. Solamente, que, como niega su intervención, no puede justificar sus
motivos.
En sus ojos y en su voz suele haber una velada
melancolía. Pero lo habitual en él es la impasibilidad. Nadie le ha oído una
carcajada, ni un grito. Sonríe raramente, y lo hace siempre con dulzura. Tiene
cierta gracia criolla. Cuando está con varios, suele preguntar al que entra:
“¿Cómo va ese valor indiscutido, mi amigo?”. El recién llegado va a pavonearse
cuando advierte que los demás se ríen. “¡Cosas del doctor!”, exclama.
Ligeramente turbado. Este fondo humorístico que hay en él, se manifiesta en los
apodos que pone a sus amigos: al joven italiano que fue lustrabotas y desempeña
a su lado diversas funciones modestas, le llama “el jurisconsulto”. A un amigo,
que se aparece con un estupendo sobretodo, lo hace pasar lentamente mientras él,
con fingida seriedad elogia la prenda, hasta que la farsa termina dándole a su
poseedor una cariñosa palmada en el hombro. A un amigo del campo, paisano de
piernas chuecas –sin duda porque vive a caballo- y que apenas puede andar con su
calzado pueblero, lo recibe con frase apropiadas, hablándole en su lenguaje
semigaucho, y cuando se va, invita a sus acompañantes a verlo bajar por la
escalera, ardua operación que resulta cómica para los
espectadores.
No tiene pasiones, fuera de la política y el bien
público. La armonía y el equilibrio de su espíritu no se las permiten. La
política misma es, en él, más una vocación que una pasión. La pasión supone
exaltación, y él procede siempre con serenidad. El ejercicio de la política es
la ley de su vida. No concibe nada más importante que la política. Un íntimo,
pero no radical, le dice que la política “es una porquería”: él se atornilla la
sien con un dedo, indicando que su amigo no está en sus cabales. Si la política
es en él una pasión, es una pasión contenida, ordenada, encauzada por largos
años de ejercicio.
Es tímido, aunque con los años su timidez va
desapareciendo. Prueba de su timidez es el no hablar en público, siendo así que
lo hace muy bien ante varias personas. Esta timidez procede en parte de la
introversión y en parte de humillaciones sufridas en la infancia ante las
multitudes. No sólo por táctica se esconde, sino también porque no soporta el
ser mirado y observado excesivamente.
Es desconfiado, a pesar de su optimismo. En cada
amigo ve una posible deslealtad; y en cada expediente, un posible negocio. Esta
desconfianza, hija de su introversión, le será fatal, casi tanto como otro de
sus defectos: el autoritarismo. Se imponga por la admiración, y por
procedimientos suaves, su autoritarismo no es menos real. Su carácter de creador
y personificador del partido, la veneración que inspiran su desinterés y su
patriotismo, le hacen más autoritario de lo que quisiera. Ni a sus ministros les
consulta. Cree que él solo sabe hacer las cosas, que él lo sabe todo. Ese cierto
autoritarismo, también procede de la introversión.
Lento para hablar, para vivir, para proceder, para
gobernar. Derrocha horas conversando. Le cuesta decidirse, aún a lo que tiene
más resuelto. Lo deja todo para el día siguiente, para mañana. Esa lentitud es
una fuerza en algunos casos, dado que ha salvado al país de algunas calamidades.
No ignora el miedo, a pesar de su enorme valor moral.
Pero miedo no es cobardía. Él domina su miedo, que es hijo se su introversión,
del vivir dentro de sí, lejos del ajetreo del mundo exterior. Yrigoyen teme el
encontrarse entre la multitud; teme al ridículo, al dolor y a la
muerte.
Hay mucho en él del hombre a la antigua, no sólo en
sus trajes y en sus ideas sobre las mujeres. Detesta ciertas formas novísimas
del progreso material y mecánico: la aviación, por ejemplo. Aún el automóvil y
el teléfono no son mirados por él con simpatía. Cree que el dinero no debe
producir interés, y no lo cobra cuando vende a plazos algún campo o algún lote
de animales.
1852 |
Batalla de Caseros. Caída de Juan Manuel de
Rosas. El 13 de julio nace en Buenos Aires Hipólito
Yrigoyen. |
1853 |
Se dicta la Constitución Nacional. Buenos Aires
se separa de la Confederación. |
1854 |
El general Justo José de Urquiza, vencedor de
Rosas en Caseros, es elegido como primer presidente constitucional de la
Confederación. |
1859 |
Buenos Aires y la Confederación se reunifican.
Pacto de San José de Flores. |
1860 |
Reforma de la Constitución. Santiago Derqui es
el segundo presidente de la Confederación. |
1861 |
Nueva separación de Buenos Aires. La batalla de
Pavón sella el triunfo de Buenos Aires sobre la
Confederación. |
1862 |
Bartolomé Mitre, el vencedor de Pavón, es
elegido presidente de la Nación Argentina. |
1863 |
Muerte de Ángel Vicente “el Chacho” Peñaloza,
caudillo riojano que se alzó en armas contra el proyecto
porteño. |
1865 |
Se inicia la Guerra de la Triple Alianza contra
el Paraguay de Solano López. |
1867 |
Alzamiento de Felipe Varela en
Catamarca. |
1868 |
Domingo Faustino Sarmiento es elegido
presidente de la Nación. |
1870 |
Fin de la guerra con el Paraguay, tras su
literal destrucción. Yrigoyen se inicia en la vida política en el Partido
Autonomista de Adolfo Alsina a instancias de su tío Leandro N.
Alem. |
1871 |
Se aprueba el Código Civil, concebido sobre la
base de la legislación francesa. |
1872 |
Yrigoyen es nombrado comisario en
Balvanera. |
1874 |
Nicolás Avellaneda se convierte en presidente.
Mitre, candidato perdedor, inicia un alzamiento que es
sofocado. |
1877 |
Alem e Yrigoyen apoyan la candidatura de
Aristóbulo del Valle para gobernador. Se alejan del autonomismo y forman
el Partido Republicano. Yrigoyen pierde su puesto de
comisario. |
1878 |
Yrigoyen es elegido diputado
provincial. |
1879 |
Se realiza la Campaña del Desierto. Al frente
de las tropas está el ministro de guerra de Avellaneda, el general Julio
A. Roca. |
1880 |
Último enfrentamiento armado entre Buenos Aires
y la Nación. Se inicia la primera presidencia de Julio A. Roca.
Inicialmente Yrigoyen apoya a Roca y ocupa una banca de diputado
nacional. |
1881 |
Se establece un sistema monetario de alcance
nacional, basado en la conversión a oro de la moneda nacional. Sarmiento
nombra a Yrigoyen profesor en la Escuela
Normal. |
1882 |
Termina su período como legislador.
Desilusionado por el rumbo que toma el gobierno de Roca, Yrigoyen se aleja
de la política. Se inicia en las actividades agropecuarias, compra y
arrienda campos. |
1884 |
Se dicta la ley 1420 de Educación en el marco
de un enfrentamiento entre católicos y
liberales. |
1886 |
El cordobés Miguel Juárez Celman se convierte
en presidente con el apoyo de Roca y del Partido Autonomista
Nacional. |
1889 |
Se crea la Unión Cívica, coalición opositora al
“régimen”. |
1890 |
Revolución del Parque, organizada por la Unión
Cívica. Yrigoyen integra la Junta Revolucionaria y es designado jefe de
Policía del gobierno provisorio. Juárez Celman renuncia y es reemplazado
por Carlos Pellegrini. Primer acto obrero en Buenos Aires con motivo del
1° de Mayo. |
1891 |
Yrigoyen es elegido jefe del Comité Provincial
de la Unión Cívica. Ésta se divide en la Unión Cívica Nacional y la Unión
Cívica Radical. |
1892 |
Luis Sáenz Peña llega a la Presidencia por
maniobras políticas de Roca. |
1893 |
Yrigoyen organiza y dirige la insurrección
radical en la provincia de Buenos Aires. A pesar de ser sofocado por las
autoridades, constituye un importante paso desde el punto de vista
político. Apoya, pero no se compromete con el resto de los levantamientos
radicales en el interior del país. Es notorio el enfrentamiento con su tío
Leandro N. Alem. |
1895 |
Renuncia del presidente Luis Sáenz Peña. Asume
el vice, José Evaristo Uriburu. |
1896 |
Juan B. Justo funda el Partido Socialista.
Leandro N. Alem se suicida. |
1897 |
Yrigoyen se instala en la casa de la calle
Brasil. Rechaza la política de las “paralelas”. El radicalismo se
disuelve. Duelo entre Yrigoyen y de la Torre. |
1898 |
Julio a. Roca es presidente por segunda
vez. |
1901 |
Se establece el Servicio Militar Obligatorio,
sistema de socialización compulsiva de las nuevas
generaciones. |
1902 |
Primera reforma electoral impulsada por Joaquín
V. González. Se le encarga a Joaquín Bialet Massé una investigación sobre
la situación de la clase trabajadora. Aprobación de la ley 4144 de
Residencia, proyectada por Miguel Cané, fundamento jurídico de la
represión contra trabajadores extranjeros considerados
“agitadores”. |
1903 |
Yrigoyen inicia la reconstrucción del
radicalismo en todo el país. |
1904 |
Una asamblea de “notables” decide que Manuel
Quintana sea el nuevo presidente de los
argentinos. |
1905 |
Nueva insurrección radical. Yrigoyen es el jefe
del radicalismo y la figura más importante de la oposición a nivel
nacional. Pierde su cargo de profesor. |
1906 |
Mueren Quintana y José Figueroa Alcorta asume
la presidencia. La “maquinaria” roquista comienza a resquebrajarse.
Yrigoyen se entrevista con Figueroa Alcorta. |
1909 |
Polémica entre Yrigoyen y el dirigente radical
cordobés Pedro Molina en torno de la naturaleza y del destino del
radicalismo. |
1910 |
Asume la presidencia Roque Sáenz Peña.
Celebración del Centenario de la Revolución de Mayo, apoteosis del régimen
oligárquico y del modelo agroexportador. El presidente le ofrece a la UCR
integrar su gabinete. Yrigoyen se niega, exige una ley electoral que
garantice el libre ejercicio de la soberanía
popular. |
1912 |
Se aprueba la ley Sáenz Peña, que establecía el
voto secreto, universal y obligatorio para todo argentino de sexo
masculino con base en el padrón militar. El radicalismo triunfa en las
elecciones de gobernador en la provincia de Santa
Fe. |
1914 |
Asume la presidencia Victorino de La Plaza por
la muerte de Roque Sáenz Peña. Se inicia la Primera Guerra
Mundial. |
1916 |
Triunfo del radicalismo en las elecciones
presidenciales. Hipólito Yrigoyen llega al gobierno. Se cierra el período
del Estado oligárquico y se inaugura un período de participación más
ampliada. |
1918 |
Reforma Universitaria. Se funda el Partido
Socialista Internacional (comunista). Nuevo clima ideológico en el país,
influenciado por la Revolución Rusa y la Revolución
Mexicana. |
1919 |
Semana Trágica. Obreros metalúrgicos son
reprimidos. Las acciones policiales, militares y parapoliciales contra los
trabajadores fueron acompañadas por otras de corte
antisemita. |
1921 |
Huelga general de la Patagonia y represión a
cargo de tropas militares al mando del coronel Benigno
Varela. |
1922 |
Marcelo Torcuato de Alvear es elegido
presidente a instancias de Hipólito Yrigoyen. |
1924 |
La Unión Cívica Radical se escinde en
personalistas (yrigoyenistas) y antipersonalistas. Alvear apoya a los
segundos sin llegar a poner el aparato del Estado a su
servicio. |
1925 |
Yrigoyen realiza una gira por el interior del
país tratando de reubicarse tras la fractura del
partido. |
1928 |
Es electo por segunda vez por el 60% del
electorado. En segundo lugar quedaron Melo y Gallo, los candidatos de la
fórmula “antipersonalista” con apoyo
conservaodor. |
1929 |
Crack de la Bolsa de Valores de Wall Street. Se
inicia la crisis económica mundial, que repercute en la Argentina.
Atentado contra Yrigoyen. |
1930 |
El 6 de septiembre, tras una furiosa campaña de
prensa, agitación callejera y activa conspiración cívico-militar, es
derrocado Hipólito Yrigoyen. El general José Félix Uriburu asume la
presidencia provisional e instala un régimen dictatorial. Yrigoyen es
trasladado a la isla Martín García. |
1931 |
Elecciones en la provincia de Buenos Aires,
anuladas por el gobierno ante el triunfo de la Unión Cívica Radical. El
gobierno convoca a elecciones para ese mismo año. Con el radicalismo
proscripto, la “Concordancia” triunfa en las
elecciones. |
1932 |
Agustín P. Justo y Julio A. Roca (hijo) asumen
como presidente y vice. Se inicia la restauración conservadora. Yrigoyen
regresa a Buenos Aires. |
1933 |
En enero se produce un intento revolucionario
radical. Yrigoyen vuelve a ser detenido y trasladado a Martín García. En
mayo se firma el pacto Roca-Runciman, que sanciona la dependencia
económica de la Argentina respecto de Gran Bretaña. Hipólito Yrigoyen
regresa a Buenos Aires. Muere el 3 de julio. Una multitud despide sus
restos. Alvear queda al frente del
radicalismo. |
|
|
GÁLVEZ, Manuel |
|
LUNA, Félix |
Hipólito Yrigoyen. Editorial Planeta. Buenos
Aires. 1999. |
LUNA, Félix |
Yrigoyen. Hyspamérica. Buenos Aires.
1986. |
SAITTA, Sylvia y ROMERO, Luis Alberto
(comp.) |
Grandes Entrevistas de la Historia Argentina.
Editorial Aguilar. Buenos Aires. 1998. |
VARIOS AUTORES |
Yrigoyen vivo. Rasgos y modalidades de su
personalidad. Editorial Librería
del Jurista. Buenos Aires. 1983. |
|
|