REFORMA  ELECTORAL:

EL  ACUERDO  YRIGOYEN-SÁENZ  PEÑA

 

 

 

Diego Alberto Barovero

 

El 2002 marca los 150 años del nacimiento de Hipólito Yrigoyen.

Su presencia señera en la ajetreada política argentina posterior

a la Organización Nacional confiere a su figura una trascendencia histórica,

tanto en ideas como en concreciones, que lo elevan por sobre

la media tradicional de los tiempos en que desarrolló su actividad,

que culminará en la tragedia cívica del 6 de septiembre de 1930.

 

 

La conquista de la democracia representativa

 

Resulta difícil apreciar actualmente con claridad la problemática del fraude y la simulación representativa que padecía la República Argentina desde los tiempos inmediatamente posteriores a la caída de Rosas y hasta los primeros años del siglo XX. 

Aquella circunstancia  fue una de las fundamentales razones que motivó el surgimiento de la Unión Cívica Radical, cuyo objetivo era bregar por el efectivo cumplimiento de la Constitución Nacional y por la pureza del sufragio.

Pocas publicaciones dedicadas a la investigación histórica brindan información cierta al respecto. Se oculta la larga lucha del radicalismo por la abolición del fraude y la conquista de la república representativa consagrada en el Artículo 1° de nuestra Carta Magna, y se omite expresamente el nombre de Yrigoyen en cualquier referencia a la reforma electoral, consagrada en la Ley Sáenz Peña que estableció el voto universal, secreto y obligatorio.

Sin embargo es justo reconocer que así como la Independencia no le vino a la Argentina como obsequio, tampoco la soberanía popular le fue graciosamente concedida.

Encierra en este sentido la historia verdaderas curiosidades. Así, Jorge R.A. Vanossi en su artículo “Refutando la revisión del Noventa” en la Revista Historia, demuestra que lo que en otras naciones de la Tierra ha sucedido en un período razonablemente corto, en nuestra patria lo ha sido en etapas desgarradoras, cruentas y extremadamente extensas.

Veamos. La Revolución ocurre en 1810, pero no llegó con ella la Independencia.

La Independencia se proclama en 1816, pero con ella no llegó la organización constitucional.

A la definición por la forma republicana de gobierno se arribó, con la derrota de los elementos monárquicos, en 1820, pero tampoco se definió la organización estatal.

La determinación del Estado federal tuvo lugar en 1831, pero el país continuó en la anarquía otras dos décadas.

La organización nacional se produce en 1853, pero debido a la secesión del Estado de Buenos Aires no se alcanza la unidad nacional.

Ésta arriba en 1860, más queda inconclusa la obra por estar pendiente el problema de la Capital.

La Ciudad de Buenos Aires se federaliza recién en 1880, pero la integración definitiva de la Nación y la resolución de la cuestión del sufragio subsiste hasta 1910.

El año del centenario de nuestro primer grito de libertad, Roque Sáenz Peña e Hipólito Yrigoyen emprenden la titánica tarea de la reforma electoral para garantizar al pueblo soberano su derecho a elegir y ser elegido.

 

La enfermedad del fraude

 

Desde la organización nacional los más importantes hombres de nuestra patria, si bien preocupados por la estructuración de nuestro Estado y nuestro gobierno, por la población de nuestro territorio, por la política económico financiera de nuestro país, por la educación pública, evidenciaron un notorio desprecio o despreocupación hacia la cuestión del sufragio popular.

Muchos de ellos lo consideraban un lastre necesario en vista de que todo estaba por hacerse en el país. Nadie mejor que quienes detentaban el gobierno para seguir haciéndolo, sin tener que someterse al veredicto ciudadano libremente expresado en comicios.

El fraude electoral estaba a cargo de los oficialismos como una función connatural y de todos los partidos, llamáranse nacionalistas, autonomistas o liberales.

Los hombres de Estado de entonces se consideraban con el derecho y el deber de afrontar la tarea de conducir los destinos nacionales, en un país en que todo estaba por hacerse, encarando la obra de gobierno mediante trampas y maniobras electorales.

Sarmiento mismo lo reconoció al hacer el juicio de la presidencia de Mitre, al decir: “El señor general Don Bartolomé Mitre, nuestro compañero político, poniéndose al frente de las necesidades supremas de aquel momento solemne, comprendiendo la necesidad de vencer a Urquiza en los comicios, desenterró a los muertos del cementerio, llevó sus nombres a los registros y venció a Urquiza en la contienda electoral”.

Años más tarde Carlos Pellegrini sostenía que “ya no hay voto popular: pues lo registros electorales, en el noventa por ciento de los casos, se hacen antes del día de la elección, en que los círculos o sus agentes hacen sus arreglos, asignan el número de votos, designan los elegidos, todo, sin perjuicio de modificarlos y rehacerlos después de la elección, si resulta que en alguna forma se han equivocado los cálculos o modificado los propósitos”.

Avanzado el siglo XX el fraude se fue perfeccionando.

Ya no se ganaban elecciones mediante enfrentamientos armados en los atrios, ni sustrayendo las urnas o volcando los padrones. Se organizó un sistema de compraventa de votos efectuada en la calle y a la luz del día.

Pellegrini alegó en el Congreso que ello significaba un adelanto en nuestras prácticas políticas porque no había voto más libre que el que voluntariamente se vende.

Esta realidad llevó a Joaquín V. González a decir en el Senado en 1914 que “este país no ha votado nunca...han sido sus gobiernos, gobiernos de hecho”.

Ese sistema fue lo que Yrigoyen denominó acertadamente “El Régimen”, aquél régimen contra el cual debió erguirse y luchar la Unión Cívica Radical para conquistar la más importante y fundamental de las libertades del ciudadano.

Cuando en 1908 Yrigoyen reclamó al presidente Figueroa Alcorta el cumplimiento de las garantías inherentes a la soberanía del pueblo y, en caso contrario, que dejase a los pueblos que produjeran la reacción necesaria, éste le contestó “La Constitución es lo único que me detiene para eso”, a lo que Yrigoyen replicó “No he conocido ningún gobierno de origen constitucional en la República”.

El código electoral popularmente conocido como Ley Sáenz Peña, que consagró los principios electorales propiciados por la Unión Cívica Radical en sus reclamos efectuados durante varias décadas; tuvo como fundamento los puntos finalmente establecidos en las entrevistas celebradas entre Hipólito Yrigoyen y el presidente Roque Sáenz Peña.

Se trataba de un estatuto que alcanzaba grado constituyente.

En lo político, su conquista y efectividad fue como un nuevo capítulo de la Revolución de Mayo y en lo constitucional sentó las bases para hacer efectivo, después de seis décadas, el Artículo 1° de nuestra Ley Fundamental.

Porque cuando esa primera disposición constitucional coloca el principio representativo, en el centro de la trilogía (republicana-representativa-federal) que define la forma adoptada para el gobierno de la Nación, obliga a que de esa primordialidad nazca el poder de los tres poderes de la organización republicana y que desde allí se infunda también el principio conferente de legitimidad al orden autonómico de los estados provinciales, en que se basa el sistema federal.

Desde 1853 hasta 1916 cada gobierno había sido el elector del gobierno que le sucedía y el pueblo todo, había quedado notoriamente ausente.

 

Orígenes de la Ley Sáenz Peña. La revolución radical y la abstención revolucionaria

 

La revolución radical del 4 de febrero de 1905 fue vencida militarmente por el gobierno, pero no obstante ello y a diferencia de las de 1890 y 1893, dejó al “Régimen” mortalmente herido. Los hombres más lúcidos del oficialismo como Pellegrini, González y Sáenz Peña, advirtieron por primera vez la insanable precariedad del sistema sobre el que se edificaba su estructura de poder.

Roque Sáenz Peña conocía muy bien a Yrigoyen y al igual que muchos adversarios políticos de éste, le tenía gran estima y respeto.

Había sido en su infancia compañero de bancos de escuela con su tío Leandro Alem y en sus mocedades compañero de bancas de la Legislatura de Buenos Aires con el propio Hipólito.

Junto a ambos y a Aristóbulo del Valle, así como con otras distinguidas figuras de la época, habían fundado en 1877 el Partido Republicano, precursor de los ideales del Radicalismo.

Pero Sáenz Peña, como tantos otros, no resistió el rigor de esa línea tan ceñidamente principista, alejándose de sus compañeros de partido.

Colocóse en la línea crítica del roquismo, fundando el Partido Modernista, que desde dentro del autonomismo nacional procuró desplazar a Roca. Fracasó rotundamente en su intento, al ser desplazado él mismo, merced a las maniobras y enjuagues de política criolla tan propios del “Régimen”.

A comienzos de la década de 1890 Sáenz Peña se veía casi a diario con Hipólito al pie del lecho de enfermo de su hermano, Roque Yrigoyen, de quien era muy amigo.

En esas circunstancias había disfrutado de la cautivante conversación de Yrigoyen, tan característica de su caballeresco trato personal, impresionándolo definitivamente, sobre todo en la convicción casi mística que evidenciaba respecto de la necesidad de “reparación” de la nacionalidad.

Una década más tarde, Yrigoyen preparaba la revolución que finalmente estallaría el 4 de febrero de 1905. En conversación mantenida en el selecto Club del Progreso del que ambos eran socios, el doctor Sáenz Peña le ofreció el aporte del autonomismo pellegrinista, por entonces distanciado definitivamente de Roca y su entorno, poniéndose a las órdenes de su comando revolucionario.

El caudillo radical declinó el ofrecimiento advirtiéndole con firmeza : “No es posible reparar, con los mismos factores que han conducido al país a la revolución necesaria; ustedes son la razón de ser de nosotros”, respondiendo Sáenz Peña : “Ya me esperaba su respuesta; como argentino me enorgullece su actitud”.

En 1906, luego de ocupar altos cargos diplomáticos, ministeriales y legislativos, volvía Sáenz Peña desde el Perú, donde había recibido el grado de general del ejército de ese país y participado de los actos en homenaje al general Bolognesi en Lima, a cuyas órdenes había combatido.

Llegado a Chile, supo que en ese país hallábanse miles de civiles y militares exilados, participantes de la Revolución Radical del 4 de febrero. Pidió verlos y hablar con ellos.

Tuvo entonces una viva comprobación del drama político que desgarraba a su Patria a causa del fraude y la usurpación de poder.

Comprendió entonces la necesidad imperiosa de desarticular el  ciclo constante de nuestra historia política: revolución-represión-amnistía, el mismo que le hiciera decir en 1885: “Cada período presidencial nos cuesta una revolución y cada revolución es un desastre”.

Había que desarmar el brazo de las revoluciones radicales, mediante un saneamiento de nuestras prácticas políticas, consagrando definitivamente el sufragio popular, como único sustento de un régimen republicano y representativo legítimo.

 

 

 

 

Entrevistas de los dos estadistas

 

En 1909 Sáenz Peña, todavía candidato a la presidencia, expresó en un discurso programa: “No encuentro ninguna reacción más apremiante para la Nación, que la que tiene por objeto el voto público”; proponía el sufragio obligatorio como uno de los tres aspectos del “perfeccionamiento obligatorio” de nuestra Patria: el aula, la conscripción y el voto.

Su discurso, como otros escritos y conferencias posteriores referentes a la reforma electoral, estaban dominados por una preocupación: la abstención.

No consideraba que ella fuera tan sólo una herramienta de lucha y protesta promovida por el radicalismo, sino que generalizada como práctica societal, correspondía más bien a una inercia egoísta, a un creciente indeferentismo del ciudadano frente a la cosa pública.

Necesitamos crear al sufragante”, repitió, y el 12 de octubre de 1910 al jurar como primer mandatario proclamó: “Mi programa, menos que un sistema propuso una medida, el precepto del voto obligatorio”.

Cuando, ya presidente electo, el 29 de agosto de 1910 Roque Sáenz Peña retorna a Buenos Aires desde Europa, desembarcó a medianoche de un buque de guerra con la tripulación en armas y no quiso mantener conversación con nadie.

Estaba vivo en él todavía el recuerdo de la Revolución de 1905 y arreciaban rumores de una nueva conspiración organizada por los radicales en protesta por las irregularidades habituales que habían caracterizado los comicios en que había sido electo presidente.

Ramón J. Cárcano, uno de los más sagaces políticos de la época, cuenta en sus Memorias hasta qué punto la psicosis de la revolución en cierne se apoderó por esos días de todo el círculo oficial.

La revolución en verdad no existía; se mantenía, como siempre, un permanente estado de alerta en el partido y los contactos con los militares adictos no se habían abandonado.

Habíanse recibido nuevas e importantes adhesiones revolucionarias, como la del Coronel Pablo Ricchieri, según cuenta Ricardo Caballero en su libro “Yrigoyen y la conspiración civil y militar de 1905”.

Este clima de incertidumbre era alimentado astutamente por Yrigoyen, quien no dormía dos veces en una misma casa, hacía visitas sospechosas a altas horas de la noche, aparecía o desaparecía de manera misteriosa a los ojos de la custodia policial.

De ese modo logró construir un ambiente de tensión y alarma en el elenco gobernante, e influir particularmente en la psicología de Roque Sáenz Peña, vivamente afectado por el ciclo constante que entorpecía a nuestra vida político-institucional.

Sáenz Peña llegó a Buenos Aires, pues, en medio del silencio de la noche. Acompañado de un escuadrón de caballería de la policía, arribó a su casa de la calle Santa Fe y Coronel Díaz. El golpe en el pavimento de la caballería al trote, resonaba en su alma.

Sobre el arribo del presidente Sáenz Peña en “Hipólito Yrigoyen. Pueblo y Gobierno. Introducción. Su vida”, Félix Luna dice:

El buque que lo conduce, llega de trasnochada y en pie de guerra. Clandestinamente, sin que una aclamación le dé la bienvenida ni un rostro amigo le tienda una sonrisa, es llevado a su domicilio a altas horas de la noche, custodiado por una nutrida escolta policial. ¡Triste llegada! El hueco rodar del carruaje por las calles solitarias y el tintineo de los sables de sus custodios, fueron los únicos acompañantes de Sáenz Peña en este melancólico arribo. Parecía un preso, no un gobernante. ¡Tengo para mí que fue esa noche plena de amargura y de recelos, cuando Sáenz Peña se hizo el firme voto de abrir al pueblo las puertas del comicio!”.

Ciertamente, una grave preocupación por el futuro del país lo angustiaba. Aquella entrevista con los radicales desterrados en Chile estaba vívida en su espíritu.

Al atardecer del día siguiente, salió por los fondos de su residencia con rumbo a una entrevista, la más angustiosamente deseada por él, vistos los intensos rumores de revolución que circulaban por la Capital.

 

Se encontraría con Hipólito Yrigoyen, a quien no veía desde hacía años.

Le había enviado desde Europa infructuosamente numerosas invitaciones a entrevistarse. Le buscó en casa de uno de sus hermanos, el coronel Martín Yrigoyen, en Callao 150. Hipólito no estaba, pero a ruego de Sáenz Peña, su hermano salió en su búsqueda.

Al llegar y encontrar al presidente electo de la República, Yrigoyen casi con el saludo le planteó, amable pero seriamente, la necesidad de la reforma electoral.

Yrigoyen habló con Sáenz Peña con la autoridad de quien sabía de qué, por qué y cómo hablar. La conferencia duró dos horas y se efectuó en un clima de gran cordialidad.  El presidente electo salió feliz de esa primera entrevista, el primer paso hacia la definitiva organización constitucional de la Argentina.

Testimonio de ello, el secretario de Saénz Peña, doctor Olivera, en el Tomo III de las Obras Completas, publicadas a la muerte del presidente, escribe al respecto: “Del cielo invernal desapareció la temida nube que lo oscurecía”.

Inmediatamente después de ese encuentro, Sáenz Peña, por intermedio del amigo común doctor Manuel Paz le propone una nueva conferencia a Yrigoyen, y le dice: “Juntos cambiaremos la faz de la República”.

El caudillo impuso de anticipo que la conferencia debía ser de carácter  público, y así se hizo. Se celebraron dos entrevistas en setiembre de 1910 llevadas a cabo en la casa del doctor Paz en la bajada de la calle Viamonte hacia el Paseo de Julio, actual Avenida Leandro Alem.

De esas conferencias salió la decisión, el contenido y el compromiso de la reforma electoral reclamada por la Unión Cívica Radical en aras de la cual se había derramado sangre de argentinos durante veinte años.

De entrada, Sáenz Peña planteó un paso que consideraba previo a las garantías del libre sufragio, cual era la participación del radicalismo en la labor ministerial del gobierno a constituirse.

Por medio del mismo gestor de la primera entrevista le hace llegar la oferta de dos ministerios en el gabinete nacional. Yrigoyen fue irreductible en su negativa inspirada en el principismo intransigente que animó toda su vida: “La Unión Cívica Radical no busca ministerios. Unicamente pide garantías para votar libremente”.

Sáenz Peña lamentó la negativa; su idea era formar un gobierno del más amplio sustento político para llevar adelante la reforma institucional anhelada.

El 5 de octubre de 1910 Yrigoyen participó los conceptos principales de sus encuentros con Sáenz Peña al Comité Nacional de la Unión Cívica Radical, en su sede de la calle Cangallo y Suipacha.

Frente a delegaciones de todas las provincias argentinas y de la Capital Federal, leyó textualmente la declaración que Sáenz Peña le hiciera: “Que deseando demostrar la decisión que le animaba para dar garantías públicas, ofrecía a la Unión Cívica Radical, participación en los ministerios e intervención en la reforma electoral”.

 

El Comité Nacional no aceptó la coparticipación ofrecida en el elenco ministerial por el presidente electo “por ser contraria a sus reglas de conducta”, pero manifestó que el radicalismo estaba dispuesto “a caracterizar con su intervención la reorganización de los elementos constitutivos del derecho electoral” en cuanto fuese plena y efectivamente realizada “en su concepto legal” y “en su aplicación verdaderamente garantizada”; es decir, que exigía para levantar la abstención: 1°) la reforma electoral, a cuya sustanciación concurriría y 2°) la garantía de su recto cumplimiento.

De las tres históricas entrevistas entre Sáenz Peña e Yrigoyen como jefe de la oposición, surgió la médula y la sustancia del código electoral que contenía las garantías del voto universal obligatorio y secreto, como prenda de paz de la República.

Al jurar como presidente de la Nación ante el Congreso dice solemnemente Roque Sáenz Peña: “Yo me obligo ante vosotros, ante mis conciudadanos y ante los partidos, a promover el ejercicio del voto por los medios que me acuerda la Constitución”.

Para llevar adelante la reforma electoral, contó con la valiosa colaboración de su ministro del Interior doctor Indalecio Gómez, y con el apoyo firme y expreso de Yrigoyen y la Unión Cívica Radical

Algunos autores, como Félix Luna, consideraron que la llamada “Ley Sáenz Peña” debió llamarse “Ley Yrigoyen” o más bien “Ley Radical”, porque era el fruto del esfuerzo tesonero y patriótico del líder del radicalismo y de miles de hombres anónimos, que regaron con su sangre los campos de batalla de las luchas civiles argentinas, prolongadas durante varios lustros, sacrificando su espíritu en pos del ideal de la participación política.

 

El contenido de la ley

 

La Ley, cuyo articulado fundamental fuera consensuado por los dos estadistas, consagró varios principios de jerarquía constitucional.

De inspiración de Yrigoyen son el registro militar como padrón universal y permanente, así como la representación de las minorías por lista incompleta, la descentralización comicial y el escrutinio a cargo del poder judicial.

En las conferencias preliminares, Sáenz Peña se manifestó partidario del sistema de lista completa, semejante al de los Estados Unidos de América: el partido ganador se adjudicaba todos los cargos del distrito del triunfo.

Para el presidente electo resultarían, del triunfo de otros partidos en los diferentes distritos electorales, tanto las minorías parlamentarias como las de los colegios de electores de presidente y vicepresidente.

Yrigoyen propuso el sistema proporcional de lista incompleta que daba la representación de dos tercios a la mayoría y un tercio para la minoría en cada distrito nacional, fórmula finalmente aceptada por Sáenz Peña. Ambos entendían que la política argentina debía estar dominada por dos grandes fuerzas nacionales según nuestro pensamiento constitutivo, al decir yrigoyeneano.

 

De Sáenz Peña fue originariamente la propuesta de obligatoriedad del voto, de allí su llamamiento “Quiera el pueblo votar”, fruto de su creencia de que el pueblo, eterno ausente, no quería votar; cuando la verdad era que el pueblo no votaba porque se lo impedían o porque se falseaba su voluntad.

Tanto Yrigoyen como Sáenz Peña estuvieron de acuerdo en lo referente al voto secreto, como remedio frente a la coacción de que era víctima el ciudadano por parte de los intereses de los poderosos.

La ley o el cuerpo de leyes electorales conocido como “Ley Sáenz Peña” es una creación auténticamente argentina en sus orígenes, su contenido y su aplicación.

Sirva ello para desestimar a quienes sostienen que surgió de impresiones y juicios formados por Sáenz Peña durante su estancia europea como diplomático y de su eficaz ministro del Interior Indalecio Gómez, que habían receptado la experiencia de los avanzados métodos de los certámenes electorales celebrados en el viejo continente.

La verdad es que en Europa sucedía lo contrario. Los porcentajes de sufragantes eran más bajos que lo que parecía, dado que la inscripción en los registros electorales era voluntaria, al igual que aquí antes de la Ley Sáenz Peña.

No existían además padrones permanentes, razón por la que las cifras no se referían al total de ciudadanos en condiciones legales de votar.

No es ese conjunto de leyes que integraron la reforma electoral argentina una legislación de ajena inspiración; nace de una larga inmolación argentina, de una profunda inspiración patriótica, de una noble lucha democrática.

Tiene el presidente Roque Sáenz Peña la gloria de haberla promovido ante el Congreso tras el empeño de su palabra.

 

Conclusiones

 

Hasta aquí lo referido al contenido conceptual y legal de la reforma electoral.

En lo que se refiere a la segunda de las condiciones establecidas por el Comité Nacional de la Unión Cívica Radical  sobre garantías del recto cumplimiento de la reforma, Yrigoyen había expresado a Sáenz Peña que tal garantía debía comenzar por la intervención de las catorce provincias en la hora de la renovación de los poderes, “como la medida lógicamente indispensable a los efectos de los comicios, y la seguridad y tranquilidad de la concurrencia a ellos, fuera con la ley reformada o con la ley existente, o con la de cada una de las provincias”.

El presidente en un principio aceptó esa condición. Si finalmente no fue cumplida, tal vez ello pueda no ser imputable a su decisión, ya que una enfermedad lo alejó de su alta investidura, ocasionándole la muerte antes de la finalización del mandato.

Sin duda previsor, Yrigoyen planteó en el seno del radicalismo a comienzos de 1912 el "todo o nada” decisivo. Sabía que sin las intervenciones a las provincias, el “Régimen” seguiría siendo obstáculo permanente a las iniciativas reparadoras.

El partido, sin embargo ilusionado con las perspectivas del triunfo, decidió proseguir su derrotero al estar formalmente consagrada la libertad electoral.

Así finalmente asumió en 1916 el primer gobierno de la Nación elegido libremente por los ciudadanos argentinos, con todas las limitaciones previstas por Yrigoyen, a la sazón el nuevo presidente: con un Congreso híbrido, en parte espurio y en parte legítimo; con un Poder Judicial hechura de ese mismo Senado aristocrático y reaccionario; con la mayoría de las administraciones provinciales en manos de las oligarquías locales...

No llegó el radicalismo al poder como lo deseara su jefe, con todas las posibilidades de transformación revolucionaria en sus manos, de lo cual derivarían gran parte de los infortunios que años más tarde padecería la República.

 

 

El autor es abogado (U.B.A.) y docente de Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales (U.B.A.) y en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Es académico y Secretario General del Instituto Yrigoyeneano.

 

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