¿Qué misterioso hechizo cautivó el alma de tantos argentinos
durante tantos años a la figura de Hipólito Yrigoyen? Jamás pronunció
discursos, escribía farragosamente, no se mostraba en público, detestaba
ser fotografiado. En las escasas campañas electorales en que estuvo
presente, se encerraba en un hotel y sólo salía de allí para regresar. No
pisó nunca la mayor parte del territorio argentino. Administraba su
silencio: eso sí, magistralmente. Siempre rechazó el apoyo de partidos
ajenos, no buscó el arrimo de fuerzas económicas, grupos sociales o grandes
diarios. Un asesor de relaciones públicas, de esos que hoy pululan al lado
de dirigentes y candidatos, se volvería loco si hubiera tenido que asistir
a este hombre desapegado de cualquier truco publicitario.
.
Cualquier analista que lo hubiera observado a fines del siglo
XIX, cuando tenía casi cincuenta años, no hubiera apostado un centavo por
el futuro de este solterón de amables modales, parco en su conversación,
dueño de un lenguaje entre criollo y castizo, aparentemente destinado a
ocupar sólo posiciones secundarias, a la sombra de su tío Leandro. ¿Cuál
habrá sido, entonces, la rara química que se dio entre Yrigoyen y vastos
sectores del pueblo, ese soporte multitudinario de amor, admiración y fe
que le permitió ser jefe de un gran partido político, dos veces presidente
de la Nación e inspirador, aun después de muerto, de sólidas corrientes
ideológicas? En la actualidad, cuando la política está tan desconceptuada y
los que la practican merecen el repudio, justificado o no, de muchos
sectores de la ciudadanía, merece alguna conjetura la vigencia de este
político nacido hace ciento cincuenta años en el suburbio porteño de
Balvanera.
.
Después de la desaparición de Leandro Alem, en 1896, Yrigoyen
se volcó totalmente a la reconstrucción de su partido. Sus antecedentes en
este terreno eran poco recordables: actuación secundaria en el alsinismo,
diputado a la Legislatura bonaerense (1878-80), diputado nacional
(1880-82), efímero jefe de policía durante la Revolución del Parque.
.
De humilde origen, se había recibido de abogado, aunque nunca
ejerció su profesión y su fortuna la hizo en el campo, como invernador.
Desde 1890 hace política activamente y su baluarte es el Comité de la
Provincia de Buenos Aires, cuya organización y fuerza asombrarán cuando, de
un día para otro, a mediados de 1893, conquista revolucionariamente las
principales ciudades bonaerenses. Desde entonces crece su prestigio, y a
partir de 1898 es considerado el líder indiscutido de la Unión Cívica
Radical.
.
Un partido antipolítico
.
Pero su tarea de entonces presenta matices curiosos. Por
empezar, no considera al radicalismo un partido político sino un
movimiento, una especie de suma de lo mejor del país destinada a lograr su
regeneración. En consecuencia, su estrategia sería atípica y habría de
basarse en tres actitudes: la revolución, la intransigencia y la
abstención. Lo primero significaba romper las reglas de juego vigentes; lo
segundo implicaba el rechazo de la interminable calesita de alianzas y
coaliciones de repartija que caracterizaba al roquismo; la abstención, en
fin, desdeñaba llegar al poder por la vía electoral. En síntesis, bajo la
jefatura de Yrigoyen, el radicalismo era la antipolítica.
.
Y, sin embargo, el éxito de esta rara cruzada cívica fue
rotundo. Así se comprobó con la revolución de 1905, "trueno en un día
claro" que conmovió, entre otros, a Carlos Pellegrini por el reclamo
de limpieza que contenía y el sacrificio personal de sus dirigentes. Y
después se confirmó a partir de 1912 con las victorias electorales al amparo
de la ley Sáenz Peña.
.
¿Cuál era, pues, la clave de estos éxitos? A mi juicio, el
sentido ético que revestía la acción de Yrigoyen y los suyos. La opulenta
Argentina de principios del siglo XX exigía blanquear el único agujero
negro que oscurecía su triunfante realidad, ese vergonzoso chalaneo
político que era habitual en aquella época. La postura de Yrigoyen, su
rechazo a ocupar posiciones públicas y su permanente exigencia de que se
hiciera efectiva la soberanía popular, marcaba un valor moral que la gente
común aplaudía silenciosamente. Pero la mutación de esta actitud a las que
requerían las luchas de los comicios se hizo inevitable al sancionarse la
nueva ley electoral.
.
Hay una anécdota que revela el íntimo drama de Yrigoyen al
verse obligado a pasar a la lucha electoral. Despedía a sus
correligionarios santafecinos, que regresaban a su provincia eufóricos por
haber obtenido la autorización del Comité Nacional para participar en las
futuras elecciones, las primeras bajo la nueva ley.
.
-Hasta ahora -les dijo Yrigoyen según un testigo presencial-
el radicalismo ha sido un reducido grupo de amigos que compartían sueños
comunes, ideales levantados. Ahora, en cambio, iremos a una lucha donde
necesitamos todos los apoyos posibles. Tendremos que marchar al lado de
hombres decentes pero también de despreciables pilletes. En esta instancia,
sólo les pido una cosa...
.
Y después de un momento, pensativo y como en íntima
confidencia, murmuró:
.
-¡Transen lo menos posible con la realidad!
.
No creo que Yrigoyen haya sido insincero cuando declinó su
candidatura presidencial, en 1916. Para este antiguo profesor de filosofía,
imbuido del idealismo krausista, un gobierno era sólo "una realidad
tangible", mientras que un apostolado -como consideraba que era el
suyo- significaba "un ciclo de proyecciones infinitas". Y él no
quería transar con la realidad. Pero tuvo que acatarla: la Convención
Nacional de la UCR rechazó su renuncia por aclamación y finalmente el
caudillo aceptó.
.
"Que se pierdan mil gobiernos..."
.
Y entonces tuvo lugar un ejemplo más del valor ético de su
empeño. Sucedía que el radicalismo había triunfado ampliamente en las
elecciones presidenciales de abril de 1916, pero para homologar su victoria
en el Colegio Electoral necesitaba trece votos. Por lógica, ellos deberían
provenir de los electores por Santa Fe, que eran radicales pero, por una
disidencia interna, estaban enfrentados con la autoridad partidaria. Los
conservadores se lanzaron entonces en un frenético despliegue de recursos
para seducir a estos santafecinos descontentos. Yrigoyen, en cambio, se
negó a cualquier negociación.
.
-Que se pierdan mil gobiernos antes que vulnerar nuestros
principios...
.
Dijo, y se encerró en uno de sus campos, dando estrictas
órdenes de no dejar pasar a nadie. Y los electores disidentes, sin transas
ni promesas, votaron por el viejo jefe y lo consagraron presidente. La
lección inauguraba dignamente la nueva etapa. "Era un estado de
nobleza colectiva, de salud nacional", diría Eduardo Mallea años más tarde,
refiriéndose a la actitud espiritual de los argentinos en aquel año
inaugural.
.
Yrigoyen no llegó al poder para cambiar esa realidad, sino
para "repararla". Era un hombre del 80 y como tal no podía ver
mal la forma en que se había estructurado el país, aunque su prédica
abundara en denuestos contra "el Régimen falaz y descreído". No
tocó, por caso, el sistema de propiedad de la tierra, del que dependía esa
oligarquía que tanto lo atacó, sino que se limitó a corregir algunas
concesiones y ventas irregulares, y a poner cuidado para que estos abusos
no se repitieran. No modificó el papel neutral del Estado en el mercado,
pero con las leyes de alquileres y de expropiación del azúcar marcó una
tendencia hacia una moderada intervención estatal en la vida económica, así
como una nueva actitud gubernativa en favor de algunas justas
reivindicaciones obreras. No cambió la relación con los capitales
extranjeros, pero les impuso ciertos controles, como la definición de la
"cuenta capital" de los ferrocarriles británicos para establecer
si sus tarifas eran justas y razonables. Obró así sabiamente: si el país
andaba bien sobre las bases que existían, ¿para qué desmantelarlas?
.
Se equivocó mucho en cosas chicas, sobre todo cuando tuvo que
crear en el Congreso y en las provincias una mayoría de la que carecía al
llegar al gobierno. Pero en las cosas importantes, en los temas de fondo
que hacían al destino del país, en eso siempre acertó: neutralidad en la
guerra europea, solidaridad latinoamericana, exigencia de una Liga de las
Naciones abierta y universal, reforma universitaria, impulso a la educación
primaria, nacionalización del petróleo, defensa de la tierra y el subsuelo
contra la voracidad de propios y extraños, creación de YPF y del
ferrocarril a Huaytiquina, legislación social, convenios comerciales de
nación a nación, con Gran Bretaña primero y luego, en su segundo mandato,
con la URSS.
.
Su gobierno fue austero, independiente de intereses
sectoriales. Administró los bienes del país con el buen criterio de un
conocedor de las cosas de su tierra y también de la naturaleza humana. Es
cierto que fue clientelístico, pero no hipertrofió el aparato del Estado y
sus presupuestos fueron ejemplares. Durante su primera gestión estalló en
Buenos Aires la Semana Trágica y se reprimió severamente en Santa Cruz a
los obreros rurales en huelga. Pero no tuvo responsabilidad directa en
estos excesos, que, en todo caso, no marcaron una tendencia porque fueron
excepcionales.
.
El legado
.
Había llegado al poder sin un programa, como no podía ser de
otro modo en una fuerza esencialmente movimientista como la que él
lideraba. Pero frente a las disyuntivas que se le iban presentando eligió
siempre la opción más patriótica y conveniente, más progresista, de mayor
proyección. Por eso, el saldo de sus gobiernos fue una ideología
consistente, popular, defensora de lo propio y, sobre todo, profundamente
democrática e igualitaria.
.
-Era un criollo de esos cuya palabra valía tanto como su
firma -me dijo una vez Perón, refiriéndose al hombre al que había
contribuido a derrocar en 1930.
.
Por eso el pueblo se sintió amparado mientras duró su
jefatura.
.
Su segunda candidatura, en 1928, acaso fue un error. Pero su
derrocamiento fue una verdadera catástrofe institucional. La división del radicalismo
y la inexistencia de un partido de centroderecha legalista fueron algunos
motivos de fondo de lo que ocurrió en 1930, el comienzo de la era del
fraude electoral, de los gobiernos civiles vulnerables por ilegítimos y de
gobiernos militares sin apego por la democracia.
.
Pero la memoria de Yrigoyen sobrevivió a su desaparición, en
1933. Nutrió la lucha juvenil de Forja y de las corrientes que en la década
del 30 rescataron su legado para oponerse a la conducción alvearista, que a
juicio de ellas era claudicante y conformista. Y todavía enriqueció al
Movimiento de Intransigencia y Renovación, que desde 1945, y durante el
régimen de Perón, presentó al país un programa novedoso y transformador,
estimulante (aunque nunca cumplido), y volvió a dar al radicalismo la
antigua mística de su lucha por las libertades públicas.
.
Desde luego, la rara personalidad de Yrigoyen es irrepetible.
Sus métodos proselitistas, ese infatigable diálogo que le permitió forjar
una fuerza, en su tiempo elemento formidable de unidad nacional, ahora son
impracticables. Sus actos de gobierno pueden discutirse porque el mundo en
que vivió y el país que aclamó su capitanía son ahora muy diferentes. Pero
su concepción de la política como una propuesta ética, una actividad de
servicio asentada en valores superiores, ésa no ha de esfumarse: permanece
siempre en el espíritu de los argentinos mejores.
.
En nuestra amarga realidad contemporánea, cuando los hombres
y mujeres de nuestro país amado sólo parecen moverse si les tocan los bolsillos,
es bueno recordar a este caudillo manso, promotor de la transición de las
formas republicanas a una democracia auténtica, protagonista mayor de medio
siglo de historia.
.
Félix Luna es director de la revista Todo Es Historia. Escribió,
entre otros libros, Historia integral de la Argentina, en diez
tomos.
.
<< Comienzo de la nota
¿Qué misterioso
hechizo cautivó el alma de tantos argentinos durante tantos años a la
figura de Hipólito Yrigoyen? Jamás pronunció discursos, escribía
farragosamente, no se mostraba en público, detestaba ser fotografiado. En
las escasas campañas electorales en que estuvo presente, se encerraba en un
hotel y sólo salía de allí para regresar. No pisó nunca la mayor parte del
territorio argentino. Administraba su silencio: eso sí, magistralmente.
Siempre rechazó el apoyo de partidos ajenos, no buscó el arrimo de fuerzas
económicas, grupos sociales o grandes diarios. Un asesor de relaciones
públicas, de esos que hoy pululan al lado de dirigentes y candidatos, se
volvería loco si hubiera tenido que asistir a este hombre desapegado de
cualquier truco publicitario.
.
Cualquier analista
que lo hubiera observado a fines del siglo XIX, cuando tenía casi cincuenta
años, no hubiera apostado un centavo por el futuro de este solterón de amables
modales, parco en su conversación, dueño de un lenguaje entre criollo y
castizo, aparentemente destinado a ocupar sólo posiciones secundarias, a la
sombra de su tío Leandro. ¿Cuál habrá sido, entonces, la rara química que
se dio entre Yrigoyen y vastos sectores del pueblo, ese soporte
multitudinario de amor, admiración y fe que le permitió ser jefe de un gran
partido político, dos veces presidente de la Nación e inspirador, aun
después de muerto, de sólidas corrientes ideológicas? En la actualidad, cuando
la política está tan desconceptuada y los que la practican merecen el
repudio, justificado o no, de muchos sectores de la ciudadanía, merece
alguna conjetura la vigencia de este político nacido hace ciento cincuenta
años en el suburbio porteño de Balvanera.
.
Después de la
desaparición de Leandro Alem, en 1896, Yrigoyen se volcó totalmente a la
reconstrucción de su partido. Sus antecedentes en este terreno eran poco
recordables: actuación secundaria en el alsinismo, diputado a la
Legislatura bonaerense (1878-80), diputado nacional (1880-82), efímero jefe
de policía durante la Revolución del Parque.
.
De humilde origen,
se había recibido de abogado, aunque nunca ejerció su profesión y su
fortuna la hizo en el campo, como invernador. Desde 1890 hace política
activamente y su baluarte es el Comité de la Provincia de Buenos Aires,
cuya organización y fuerza asombrarán cuando, de un día para otro, a
mediados de 1893, conquista revolucionariamente las principales ciudades
bonaerenses. Desde entonces crece su prestigio, y a partir de 1898 es
considerado el líder indiscutido de la Unión Cívica Radical.
.
Un partido
antipolítico
.
Pero su tarea de
entonces presenta matices curiosos. Por empezar, no considera al
radicalismo un partido político sino un movimiento, una especie de suma de
lo mejor del país destinada a lograr su regeneración. En consecuencia, su
estrategia sería atípica y habría de basarse en tres actitudes: la
revolución, la intransigencia y la abstención. Lo primero significaba
romper las reglas de juego vigentes; lo segundo implicaba el rechazo de la
interminable calesita de alianzas y coaliciones de repartija que
caracterizaba al roquismo; la abstención, en fin, desdeñaba llegar al poder
por la vía electoral. En síntesis, bajo la jefatura de Yrigoyen, el
radicalismo era la antipolítica.
.
Y, sin embargo, el
éxito de esta rara cruzada cívica fue rotundo. Así se comprobó con la
revolución de 1905, "trueno en un día claro" que conmovió, entre
otros, a Carlos Pellegrini por el reclamo de limpieza que contenía y el
sacrificio personal de sus dirigentes. Y después se confirmó a partir de
1912 con las victorias electorales al amparo de la ley Sáenz Peña.
.
¿Cuál era, pues, la
clave de estos éxitos? A mi juicio, el sentido ético que revestía la acción
de Yrigoyen y los suyos. La opulenta Argentina de principios del siglo XX
exigía blanquear el único agujero negro que oscurecía su triunfante
realidad, ese vergonzoso chalaneo político que era habitual en aquella
época. La postura de Yrigoyen, su rechazo a ocupar posiciones públicas y su
permanente exigencia de que se hiciera efectiva la soberanía popular,
marcaba un valor moral que la gente común aplaudía silenciosamente. Pero la
mutación de esta actitud a las que requerían las luchas de los comicios se
hizo inevitable al sancionarse la nueva ley electoral.
.
Hay una anécdota
que revela el íntimo drama de Yrigoyen al verse obligado a pasar a la lucha
electoral. Despedía a sus correligionarios santafecinos, que regresaban a
su provincia eufóricos por haber obtenido la autorización del Comité
Nacional para participar en las futuras elecciones, las primeras bajo la
nueva ley.
.
-Hasta ahora -les
dijo Yrigoyen según un testigo presencial- el radicalismo ha sido un
reducido grupo de amigos que compartían sueños comunes, ideales levantados.
Ahora, en cambio, iremos a una lucha donde necesitamos todos los apoyos
posibles. Tendremos que marchar al lado de hombres decentes pero también de
despreciables pilletes. En esta instancia, sólo les pido una cosa...
.
Y después de un
momento, pensativo y como en íntima confidencia, murmuró:
.
-¡Transen lo menos
posible con la realidad!
.
No creo que
Yrigoyen haya sido insincero cuando declinó su candidatura presidencial, en
1916. Para este antiguo profesor de filosofía, imbuido del idealismo
krausista, un gobierno era sólo "una realidad tangible", mientras
que un apostolado -como consideraba que era el suyo- significaba "un
ciclo de proyecciones infinitas". Y él no quería transar con la
realidad. Pero tuvo que acatarla: la Convención Nacional de la UCR rechazó
su renuncia por aclamación y finalmente el caudillo aceptó.
.
"Que se
pierdan mil gobiernos..."
.
Y entonces tuvo
lugar un ejemplo más del valor ético de su empeño. Sucedía que el
radicalismo había triunfado ampliamente en las elecciones presidenciales de
abril de 1916, pero para homologar su victoria en el Colegio Electoral
necesitaba trece votos. Por lógica, ellos deberían provenir de los
electores por Santa Fe, que eran radicales pero, por una disidencia
interna, estaban enfrentados con la autoridad partidaria. Los conservadores
se lanzaron entonces en un frenético despliegue de recursos para seducir a
estos santafecinos descontentos. Yrigoyen, en cambio, se negó a cualquier
negociación.
.
-Que se pierdan mil
gobiernos antes que vulnerar nuestros principios...
.
Dijo, y se encerró
en uno de sus campos, dando estrictas órdenes de no dejar pasar a nadie. Y
los electores disidentes, sin transas ni promesas, votaron por el viejo
jefe y lo consagraron presidente. La lección inauguraba dignamente la nueva
etapa. "Era un estado de nobleza colectiva, de salud nacional",
diría Eduardo Mallea años más tarde, refiriéndose a la actitud espiritual
de los argentinos en aquel año inaugural.
.
Yrigoyen no llegó
al poder para cambiar esa realidad, sino para "repararla". Era un
hombre del 80 y como tal no podía ver mal la forma en que se había
estructurado el país, aunque su prédica abundara en denuestos contra
"el Régimen falaz y descreído". No tocó, por caso, el sistema de
propiedad de la tierra, del que dependía esa oligarquía que tanto lo atacó,
sino que se limitó a corregir algunas concesiones y ventas irregulares, y a
poner cuidado para que estos abusos no se repitieran. No modificó el papel
neutral del Estado en el mercado, pero con las leyes de alquileres y de
expropiación del azúcar marcó una tendencia hacia una moderada intervención
estatal en la vida económica, así como una nueva actitud gubernativa en
favor de algunas justas reivindicaciones obreras. No cambió la relación con
los capitales extranjeros, pero les impuso ciertos controles, como la
definición de la "cuenta capital" de los ferrocarriles británicos
para establecer si sus tarifas eran justas y razonables. Obró así
sabiamente: si el país andaba bien sobre las bases que existían, ¿para qué
desmantelarlas?
.
Se equivocó mucho
en cosas chicas, sobre todo cuando tuvo que crear en el Congreso y en las
provincias una mayoría de la que carecía al llegar al gobierno. Pero en las
cosas importantes, en los temas de fondo que hacían al destino del país, en
eso siempre acertó: neutralidad en la guerra europea, solidaridad
latinoamericana, exigencia de una Liga de las Naciones abierta y universal,
reforma universitaria, impulso a la educación primaria, nacionalización del
petróleo, defensa de la tierra y el subsuelo contra la voracidad de propios
y extraños, creación de YPF y del ferrocarril a Huaytiquina, legislación
social, convenios comerciales de nación a nación, con Gran Bretaña primero
y luego, en su segundo mandato, con la URSS.
.
Su gobierno fue
austero, independiente de intereses sectoriales. Administró los bienes del
país con el buen criterio de un conocedor de las cosas de su tierra y
también de la naturaleza humana. Es cierto que fue clientelístico, pero no
hipertrofió el aparato del Estado y sus presupuestos fueron ejemplares.
Durante su primera gestión estalló en Buenos Aires la Semana Trágica y se
reprimió severamente en Santa Cruz a los obreros rurales en huelga. Pero no
tuvo responsabilidad directa en estos excesos, que, en todo caso, no
marcaron una tendencia porque fueron excepcionales.
.
El legado
.
Había llegado al
poder sin un programa, como no podía ser de otro modo en una fuerza
esencialmente movimientista como la que él lideraba. Pero frente a las
disyuntivas que se le iban presentando eligió siempre la opción más
patriótica y conveniente, más progresista, de mayor proyección. Por eso, el
saldo de sus gobiernos fue una ideología consistente, popular, defensora de
lo propio y, sobre todo, profundamente democrática e igualitaria.
.
-Era un criollo de
esos cuya palabra valía tanto como su firma -me dijo una vez Perón,
refiriéndose al hombre al que había contribuido a derrocar en 1930.
.
Por eso el pueblo
se sintió amparado mientras duró su jefatura.
.
Su segunda
candidatura, en 1928, acaso fue un error. Pero su derrocamiento fue una
verdadera catástrofe institucional. La división del radicalismo y la
inexistencia de un partido de centroderecha legalista fueron algunos
motivos de fondo de lo que ocurrió en 1930, el comienzo de la era del
fraude electoral, de los gobiernos civiles vulnerables por ilegítimos y de
gobiernos militares sin apego por la democracia.
.
Pero la memoria de
Yrigoyen sobrevivió a su desaparición, en 1933. Nutrió la lucha juvenil de
Forja y de las corrientes que en la década del 30 rescataron su legado para
oponerse a la conducción alvearista, que a juicio de ellas era claudicante
y conformista. Y todavía enriqueció al Movimiento de Intransigencia y
Renovación, que desde 1945, y durante el régimen de Perón, presentó al país
un programa novedoso y transformador, estimulante (aunque nunca cumplido),
y volvió a dar al radicalismo la antigua mística de su lucha por las
libertades públicas.
.
Desde luego, la
rara personalidad de Yrigoyen es irrepetible. Sus métodos proselitistas,
ese infatigable diálogo que le permitió forjar una fuerza, en su tiempo
elemento formidable de unidad nacional, ahora son impracticables. Sus actos
de gobierno pueden discutirse porque el mundo en que vivió y el país que aclamó
su capitanía son ahora muy diferentes. Pero su concepción de la política
como una propuesta ética, una actividad de servicio asentada en valores
superiores, ésa no ha de esfumarse: permanece siempre en el espíritu de los
argentinos mejores.
.
En nuestra amarga
realidad contemporánea, cuando los hombres y mujeres de nuestro país amado
sólo parecen moverse si les tocan los bolsillos, es bueno recordar a este
caudillo manso, promotor de la transición de las formas republicanas a una
democracia auténtica, protagonista mayor de medio siglo de historia.
.
Félix Luna es
director de la revista Todo Es Historia. Escribió, entre otros
libros, Historia integral de la Argentina, en diez tomos.
.
¿Qué misterioso hechizo cautivó el alma de tantos argentinos
durante tantos años a la figura de Hipólito Yrigoyen? Jamás pronunció
discursos, escribía farragosamente, no se mostraba en público, detestaba
ser fotografiado. En las escasas campañas electorales en que estuvo
presente, se encerraba en un hotel y sólo salía de allí para regresar. No
pisó nunca la mayor parte del territorio argentino. Administraba su
silencio: eso sí, magistralmente. Siempre rechazó el apoyo de partidos
ajenos, no buscó el arrimo de fuerzas económicas, grupos sociales o grandes
diarios. Un asesor de relaciones públicas, de esos que hoy pululan al lado
de dirigentes y candidatos, se volvería loco si hubiera tenido que asistir
a este hombre desapegado de cualquier truco publicitario.
.
Cualquier analista que lo hubiera observado a fines del siglo
XIX, cuando tenía casi cincuenta años, no hubiera apostado un centavo por
el futuro de este solterón de amables modales, parco en su conversación,
dueño de un lenguaje entre criollo y castizo, aparentemente destinado a
ocupar sólo posiciones secundarias, a la sombra de su tío Leandro. ¿Cuál
habrá sido, entonces, la rara química que se dio entre Yrigoyen y vastos
sectores del pueblo, ese soporte multitudinario de amor, admiración y fe
que le permitió ser jefe de un gran partido político, dos veces presidente
de la Nación e inspirador, aun después de muerto, de sólidas corrientes
ideológicas? En la actualidad, cuando la política está tan desconceptuada y
los que la practican merecen el repudio, justificado o no, de muchos
sectores de la ciudadanía, merece alguna conjetura la vigencia de este
político nacido hace ciento cincuenta años en el suburbio porteño de
Balvanera.
.
Después de la desaparición de Leandro Alem, en 1896, Yrigoyen
se volcó totalmente a la reconstrucción de su partido. Sus antecedentes en
este terreno eran poco recordables: actuación secundaria en el alsinismo,
diputado a la Legislatura bonaerense (1878-80), diputado nacional
(1880-82), efímero jefe de policía durante la Revolución del Parque.
.
De humilde origen, se había recibido de abogado, aunque nunca
ejerció su profesión y su fortuna la hizo en el campo, como invernador.
Desde 1890 hace política activamente y su baluarte es el Comité de la
Provincia de Buenos Aires, cuya organización y fuerza asombrarán cuando, de
un día para otro, a mediados de 1893, conquista revolucionariamente las
principales ciudades bonaerenses. Desde entonces crece su prestigio, y a
partir de 1898 es considerado el líder indiscutido de la Unión Cívica
Radical.
.
Un partido antipolítico
.
Pero su tarea de entonces presenta matices curiosos. Por
empezar, no considera al radicalismo un partido político sino un
movimiento, una especie de suma de lo mejor del país destinada a lograr su
regeneración. En consecuencia, su estrategia sería atípica y habría de
basarse en tres actitudes: la revolución, la intransigencia y la
abstención. Lo primero significaba romper las reglas de juego vigentes; lo
segundo implicaba el rechazo de la interminable calesita de alianzas y
coaliciones de repartija que caracterizaba al roquismo; la abstención, en
fin, desdeñaba llegar al poder por la vía electoral. En síntesis, bajo la
jefatura de Yrigoyen, el radicalismo era la antipolítica.
.
Y, sin embargo, el éxito de esta rara cruzada cívica fue
rotundo. Así se comprobó con la revolución de 1905, "trueno en un día
claro" que conmovió, entre otros, a Carlos Pellegrini por el reclamo
de limpieza que contenía y el sacrificio personal de sus dirigentes. Y
después se confirmó a partir de 1912 con las victorias electorales al
amparo de la ley Sáenz Peña.
.
¿Cuál era, pues, la clave de estos éxitos? A mi juicio, el
sentido ético que revestía la acción de Yrigoyen y los suyos. La opulenta
Argentina de principios del siglo XX exigía blanquear el único agujero
negro que oscurecía su triunfante realidad, ese vergonzoso chalaneo
político que era habitual en aquella época. La postura de Yrigoyen, su
rechazo a ocupar posiciones públicas y su permanente exigencia de que se
hiciera efectiva la soberanía popular, marcaba un valor moral que la gente
común aplaudía silenciosamente. Pero la mutación de esta actitud a las que
requerían las luchas de los comicios se hizo inevitable al sancionarse la
nueva ley electoral.
.
Hay una anécdota que revela el íntimo drama de Yrigoyen al
verse obligado a pasar a la lucha electoral. Despedía a sus
correligionarios santafecinos, que regresaban a su provincia eufóricos por
haber obtenido la autorización del Comité Nacional para participar en las
futuras elecciones, las primeras bajo la nueva ley.
.
-Hasta ahora -les dijo Yrigoyen según un testigo presencial-
el radicalismo ha sido un reducido grupo de amigos que compartían sueños
comunes, ideales levantados. Ahora, en cambio, iremos a una lucha donde
necesitamos todos los apoyos posibles. Tendremos que marchar al lado de
hombres decentes pero también de despreciables pilletes. En esta instancia,
sólo les pido una cosa...
.
Y después de un momento, pensativo y como en íntima
confidencia, murmuró:
.
-¡Transen lo menos posible con la realidad!
.
No creo que Yrigoyen haya sido insincero cuando declinó su
candidatura presidencial, en 1916. Para este antiguo profesor de filosofía,
imbuido del idealismo krausista, un gobierno era sólo "una realidad
tangible", mientras que un apostolado -como consideraba que era el
suyo- significaba "un ciclo de proyecciones infinitas". Y él no
quería transar con la realidad. Pero tuvo que acatarla: la Convención
Nacional de la UCR rechazó su renuncia por aclamación y finalmente el
caudillo aceptó.
.
"Que se pierdan mil gobiernos..."
.
Y entonces tuvo lugar un ejemplo más del valor ético de su
empeño. Sucedía que el radicalismo había triunfado ampliamente en las
elecciones presidenciales de abril de 1916, pero para homologar su victoria
en el Colegio Electoral necesitaba trece votos. Por lógica, ellos deberían
provenir de los electores por Santa Fe, que eran radicales pero, por una
disidencia interna, estaban enfrentados con la autoridad partidaria. Los
conservadores se lanzaron entonces en un frenético despliegue de recursos
para seducir a estos santafecinos descontentos. Yrigoyen, en cambio, se
negó a cualquier negociación.
.
-Que se pierdan mil gobiernos antes que vulnerar nuestros
principios...
.
Dijo, y se encerró en uno de sus campos, dando estrictas
órdenes de no dejar pasar a nadie. Y los electores disidentes, sin transas
ni promesas, votaron por el viejo jefe y lo consagraron presidente. La
lección inauguraba dignamente la nueva etapa. "Era un estado de
nobleza colectiva, de salud nacional", diría Eduardo Mallea años más
tarde, refiriéndose a la actitud espiritual de los argentinos en aquel año
inaugural.
.
Yrigoyen no llegó al poder para cambiar esa realidad, sino
para "repararla". Era un hombre del 80 y como tal no podía ver
mal la forma en que se había estructurado el país, aunque su prédica
abundara en denuestos contra "el Régimen falaz y descreído". No
tocó, por caso, el sistema de propiedad de la tierra, del que dependía esa
oligarquía que tanto lo atacó, sino que se limitó a corregir algunas
concesiones y ventas irregulares, y a poner cuidado para que estos abusos
no se repitieran. No modificó el papel neutral del Estado en el mercado,
pero con las leyes de alquileres y de expropiación del azúcar marcó una
tendencia hacia una moderada intervención estatal en la vida económica, así
como una nueva actitud gubernativa en favor de algunas justas
reivindicaciones obreras. No cambió la relación con los capitales
extranjeros, pero les impuso ciertos controles, como la definición de la
"cuenta capital" de los ferrocarriles británicos para establecer
si sus tarifas eran justas y razonables. Obró así sabiamente: si el país
andaba bien sobre las bases que existían, ¿para qué desmantelarlas?
.
Se equivocó mucho en cosas chicas, sobre todo cuando tuvo que
crear en el Congreso y en las provincias una mayoría de la que carecía al
llegar al gobierno. Pero en las cosas importantes, en los temas de fondo
que hacían al destino del país, en eso siempre acertó: neutralidad en la
guerra europea, solidaridad latinoamericana, exigencia de una Liga de las
Naciones abierta y universal, reforma universitaria, impulso a la educación
primaria, nacionalización del petróleo, defensa de la tierra y el subsuelo
contra la voracidad de propios y extraños, creación de YPF y del
ferrocarril a Huaytiquina, legislación social, convenios comerciales de
nación a nación, con Gran Bretaña primero y luego, en su segundo mandato,
con la URSS.
.
Su gobierno fue austero, independiente de intereses
sectoriales. Administró los bienes del país con el buen criterio de un
conocedor de las cosas de su tierra y también de la naturaleza humana. Es
cierto que fue clientelístico, pero no hipertrofió el aparato del Estado y
sus presupuestos fueron ejemplares. Durante su primera gestión estalló en
Buenos Aires la Semana Trágica y se reprimió severamente en Santa Cruz a
los obreros rurales en huelga. Pero no tuvo responsabilidad directa en
estos excesos, que, en todo caso, no marcaron una tendencia porque fueron
excepcionales.
.
El legado
.
Había llegado al poder sin un programa, como no podía ser de otro
modo en una fuerza esencialmente movimientista como la que él lideraba.
Pero frente a las disyuntivas que se le iban presentando eligió siempre la
opción más patriótica y conveniente, más progresista, de mayor proyección.
Por eso, el saldo de sus gobiernos fue una ideología consistente, popular,
defensora de lo propio y, sobre todo, profundamente democrática e
igualitaria.
.
-Era un criollo de esos cuya palabra valía tanto como su
firma -me dijo una vez Perón, refiriéndose al hombre al que había contribuido
a derrocar en 1930.
.
Por eso el pueblo se sintió amparado mientras duró su
jefatura.
.
Su segunda candidatura, en 1928, acaso fue un error. Pero su
derrocamiento fue una verdadera catástrofe institucional. La división del
radicalismo y la inexistencia de un partido de centroderecha legalista
fueron algunos motivos de fondo de lo que ocurrió en 1930, el comienzo de
la era del fraude electoral, de los gobiernos civiles vulnerables por
ilegítimos y de gobiernos militares sin apego por la democracia.
.
Pero la memoria de Yrigoyen sobrevivió a su desaparición, en
1933. Nutrió la lucha juvenil de Forja y de las corrientes que en la década
del 30 rescataron su legado para oponerse a la conducción alvearista, que a
juicio de ellas era claudicante y conformista. Y todavía enriqueció al
Movimiento de Intransigencia y Renovación, que desde 1945, y durante el
régimen de Perón, presentó al país un programa novedoso y transformador,
estimulante (aunque nunca cumplido), y volvió a dar al radicalismo la
antigua mística de su lucha por las libertades públicas.
.
Desde luego, la rara personalidad de Yrigoyen es irrepetible.
Sus métodos proselitistas, ese infatigable diálogo que le permitió forjar
una fuerza, en su tiempo elemento formidable de unidad nacional, ahora son
impracticables. Sus actos de gobierno pueden discutirse porque el mundo en
que vivió y el país que aclamó su capitanía son ahora muy diferentes. Pero
su concepción de la política como una propuesta ética, una actividad de
servicio asentada en valores superiores, ésa no ha de esfumarse: permanece
siempre en el espíritu de los argentinos mejores.
.
En nuestra amarga realidad contemporánea, cuando los hombres
y mujeres de nuestro país amado sólo parecen moverse si les tocan los
bolsillos, es bueno recordar a este caudillo manso, promotor de la
transición de las formas republicanas a una democracia auténtica,
protagonista mayor de medio siglo de historia.
.
Félix Luna es director de la revista Todo Es Historia. Escribió,
entre otros libros, Historia integral de la Argentina, en diez
tomos.
.
¿Qué misterioso hechizo cautivó el alma de tantos argentinos
durante tantos años a la figura de Hipólito Yrigoyen? Jamás pronunció
discursos, escribía farragosamente, no se mostraba en público, detestaba
ser fotografiado. En las escasas campañas electorales en que estuvo
presente, se encerraba en un hotel y sólo salía de allí para regresar. No
pisó nunca la mayor parte del territorio argentino. Administraba su
silencio: eso sí, magistralmente. Siempre rechazó el apoyo de partidos
ajenos, no buscó el arrimo de fuerzas económicas, grupos sociales o grandes
diarios. Un asesor de relaciones públicas, de esos que hoy pululan al lado
de dirigentes y candidatos, se volvería loco si hubiera tenido que asistir
a este hombre desapegado de cualquier truco publicitario.
.
Cualquier analista que lo hubiera observado a fines del siglo
XIX, cuando tenía casi cincuenta años, no hubiera apostado un centavo por
el futuro de este solterón de amables modales, parco en su conversación,
dueño de un lenguaje entre criollo y castizo, aparentemente destinado a
ocupar sólo posiciones secundarias, a la sombra de su tío Leandro. ¿Cuál
habrá sido, entonces, la rara química que se dio entre Yrigoyen y vastos
sectores del pueblo, ese soporte multitudinario de amor, admiración y fe
que le permitió ser jefe de un gran partido político, dos veces presidente
de la Nación e inspirador, aun después de muerto, de sólidas corrientes
ideológicas? En la actualidad, cuando la política está tan desconceptuada y
los que la practican merecen el repudio, justificado o no, de muchos
sectores de la ciudadanía, merece alguna conjetura la vigencia de este
político nacido hace ciento cincuenta años en el suburbio porteño de
Balvanera.
.
Después de la desaparición de Leandro Alem, en 1896, Yrigoyen
se volcó totalmente a la reconstrucción de su partido. Sus antecedentes en
este terreno eran poco recordables: actuación secundaria en el alsinismo,
diputado a la Legislatura bonaerense (1878-80), diputado nacional
(1880-82), efímero jefe de policía durante la Revolución del Parque.
.
De humilde origen, se había recibido de abogado, aunque nunca
ejerció su profesión y su fortuna la hizo en el campo, como invernador.
Desde 1890 hace política activamente y su baluarte es el Comité de la
Provincia de Buenos Aires, cuya organización y fuerza asombrarán cuando, de
un día para otro, a mediados de 1893, conquista revolucionariamente las
principales ciudades bonaerenses. Desde entonces crece su prestigio, y a
partir de 1898 es considerado el líder indiscutido de la Unión Cívica
Radical.
.
Un partido antipolítico
.
Pero su tarea de entonces presenta matices curiosos. Por
empezar, no considera al radicalismo un partido político sino un
movimiento, una especie de suma de lo mejor del país destinada a lograr su
regeneración. En consecuencia, su estrategia sería atípica y habría de
basarse en tres actitudes: la revolución, la intransigencia y la
abstención. Lo primero significaba romper las reglas de juego vigentes; lo
segundo implicaba el rechazo de la interminable calesita de alianzas y
coaliciones de repartija que caracterizaba al roquismo; la abstención, en
fin, desdeñaba llegar al poder por la vía electoral. En síntesis, bajo la
jefatura de Yrigoyen, el radicalismo era la antipolítica.
.
Y, sin embargo, el éxito de esta rara cruzada cívica fue
rotundo. Así se comprobó con la revolución de 1905, "trueno en un día
claro" que conmovió, entre otros, a Carlos Pellegrini por el reclamo
de limpieza que contenía y el sacrificio personal de sus dirigentes. Y
después se confirmó a partir de 1912 con las victorias electorales al
amparo de la ley Sáenz Peña.
.
¿Cuál era, pues, la clave de estos éxitos? A mi juicio, el
sentido ético que revestía la acción de Yrigoyen y los suyos. La opulenta
Argentina de principios del siglo XX exigía blanquear el único agujero
negro que oscurecía su triunfante realidad, ese vergonzoso chalaneo
político que era habitual en aquella época. La postura de Yrigoyen, su
rechazo a ocupar posiciones públicas y su permanente exigencia de que se
hiciera efectiva la soberanía popular, marcaba un valor moral que la gente
común aplaudía silenciosamente. Pero la mutación de esta actitud a las que
requerían las luchas de los comicios se hizo inevitable al sancionarse la
nueva ley electoral.
.
Hay una anécdota que revela el íntimo drama de Yrigoyen al
verse obligado a pasar a la lucha electoral. Despedía a sus
correligionarios santafecinos, que regresaban a su provincia eufóricos por
haber obtenido la autorización del Comité Nacional para participar en las
futuras elecciones, las primeras bajo la nueva ley.
.
-Hasta ahora -les dijo Yrigoyen según un testigo presencial-
el radicalismo ha sido un reducido grupo de amigos que compartían sueños
comunes, ideales levantados. Ahora, en cambio, iremos a una lucha donde
necesitamos todos los apoyos posibles. Tendremos que marchar al lado de
hombres decentes pero también de despreciables pilletes. En esta instancia,
sólo les pido una cosa...
.
Y después de un momento, pensativo y como en íntima confidencia,
murmuró:
.
-¡Transen lo menos posible con la realidad!
.
No creo que Yrigoyen haya sido insincero cuando declinó su
candidatura presidencial, en 1916. Para este antiguo profesor de filosofía,
imbuido del idealismo krausista, un gobierno era sólo "una realidad
tangible", mientras que un apostolado -como consideraba que era el
suyo- significaba "un ciclo de proyecciones infinitas". Y él no
quería transar con la realidad. Pero tuvo que acatarla: la Convención
Nacional de la UCR rechazó su renuncia por aclamación y finalmente el
caudillo aceptó.
.
"Que se pierdan mil gobiernos..."
.
Y entonces tuvo lugar un ejemplo más del valor ético de su
empeño. Sucedía que el radicalismo había triunfado ampliamente en las
elecciones presidenciales de abril de 1916, pero para homologar su victoria
en el Colegio Electoral necesitaba trece votos. Por lógica, ellos deberían
provenir de los electores por Santa Fe, que eran radicales pero, por una
disidencia interna, estaban enfrentados con la autoridad partidaria. Los
conservadores se lanzaron entonces en un frenético despliegue de recursos
para seducir a estos santafecinos descontentos. Yrigoyen, en cambio, se
negó a cualquier negociación.
.
-Que se pierdan mil gobiernos antes que vulnerar nuestros
principios...
.
Dijo, y se encerró en uno de sus campos, dando estrictas
órdenes de no dejar pasar a nadie. Y los electores disidentes, sin transas
ni promesas, votaron por el viejo jefe y lo consagraron presidente. La
lección inauguraba dignamente la nueva etapa. "Era un estado de
nobleza colectiva, de salud nacional", diría Eduardo Mallea años más
tarde, refiriéndose a la actitud espiritual de los argentinos en aquel año
inaugural.
.
Yrigoyen no llegó al poder para cambiar esa realidad, sino
para "repararla". Era un hombre del 80 y como tal no podía ver
mal la forma en que se había estructurado el país, aunque su prédica
abundara en denuestos contra "el Régimen falaz y descreído". No
tocó, por caso, el sistema de propiedad de la tierra, del que dependía esa
oligarquía que tanto lo atacó, sino que se limitó a corregir algunas
concesiones y ventas irregulares, y a poner cuidado para que estos abusos
no se repitieran. No modificó el papel neutral del Estado en el mercado,
pero con las leyes de alquileres y de expropiación del azúcar marcó una
tendencia hacia una moderada intervención estatal en la vida económica, así
como una nueva actitud gubernativa en favor de algunas justas
reivindicaciones obreras. No cambió la relación con los capitales
extranjeros, pero les impuso ciertos controles, como la definición de la
"cuenta capital" de los ferrocarriles británicos para establecer
si sus tarifas eran justas y razonables. Obró así sabiamente: si el país
andaba bien sobre las bases que existían, ¿para qué desmantelarlas?
.
Se equivocó mucho en cosas chicas, sobre todo cuando tuvo que
crear en el Congreso y en las provincias una mayoría de la que carecía al
llegar al gobierno. Pero en las cosas importantes, en los temas de fondo
que hacían al destino del país, en eso siempre acertó: neutralidad en la
guerra europea, solidaridad latinoamericana, exigencia de una Liga de las
Naciones abierta y universal, reforma universitaria, impulso a la educación
primaria, nacionalización del petróleo, defensa de la tierra y el subsuelo
contra la voracidad de propios y extraños, creación de YPF y del
ferrocarril a Huaytiquina, legislación social, convenios comerciales de
nación a nación, con Gran Bretaña primero y luego, en su segundo mandato,
con la URSS.
.
Su gobierno fue austero, independiente de intereses
sectoriales. Administró los bienes del país con el buen criterio de un
conocedor de las cosas de su tierra y también de la naturaleza humana. Es
cierto que fue clientelístico, pero no hipertrofió el aparato del Estado y
sus presupuestos fueron ejemplares. Durante su primera gestión estalló en
Buenos Aires la Semana Trágica y se reprimió severamente en Santa Cruz a
los obreros rurales en huelga. Pero no tuvo responsabilidad directa en
estos excesos, que, en todo caso, no marcaron una tendencia porque fueron
excepcionales.
.
El legado
.
Había llegado al poder sin un programa, como no podía ser de
otro modo en una fuerza esencialmente movimientista como la que él
lideraba. Pero frente a las disyuntivas que se le iban presentando eligió
siempre la opción más patriótica y conveniente, más progresista, de mayor
proyección. Por eso, el saldo de sus gobiernos fue una ideología
consistente, popular, defensora de lo propio y, sobre todo, profundamente
democrática e igualitaria.
.
-Era un criollo de esos cuya palabra valía tanto como su
firma -me dijo una vez Perón, refiriéndose al hombre al que había
contribuido a derrocar en 1930.
.
Por eso el pueblo se sintió amparado mientras duró su
jefatura.
.
Su segunda candidatura, en 1928, acaso fue un error. Pero su
derrocamiento fue una verdadera catástrofe institucional. La división del
radicalismo y la inexistencia de un partido de centroderecha legalista
fueron algunos motivos de fondo de lo que ocurrió en 1930, el comienzo de
la era del fraude electoral, de los gobiernos civiles vulnerables por
ilegítimos y de gobiernos militares sin apego por la democracia.
.
Pero la memoria de Yrigoyen sobrevivió a su desaparición, en
1933. Nutrió la lucha juvenil de Forja y de las corrientes que en la década
del 30 rescataron su legado para oponerse a la conducción alvearista, que a
juicio de ellas era claudicante y conformista. Y todavía enriqueció al
Movimiento de Intransigencia y Renovación, que desde 1945, y durante el
régimen de Perón, presentó al país un programa novedoso y transformador,
estimulante (aunque nunca cumplido), y volvió a dar al radicalismo la
antigua mística de su lucha por las libertades públicas.
.
Desde luego, la rara personalidad de Yrigoyen es irrepetible.
Sus métodos proselitistas, ese infatigable diálogo que le permitió forjar
una fuerza, en su tiempo elemento formidable de unidad nacional, ahora son
impracticables. Sus actos de gobierno pueden discutirse porque el mundo en
que vivió y el país que aclamó su capitanía son ahora muy diferentes. Pero
su concepción de la política como una propuesta ética, una actividad de
servicio asentada en valores superiores, ésa no ha de esfumarse: permanece
siempre en el espíritu de los argentinos mejores.
.
En nuestra amarga realidad contemporánea, cuando los hombres
y mujeres de nuestro país amado sólo parecen moverse si les tocan los
bolsillos, es bueno recordar a este caudillo manso, promotor de la
transición de las formas republicanas a una democracia auténtica,
protagonista mayor de medio siglo de historia.
.
Félix Luna es director de la revista Todo Es Historia. Escribió,
entre otros libros, Historia integral de la Argentina, en diez
tomos.
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